PELIGRO: Nueva Era, Gnósticos y esotéricos

Libro: Jan Van Helsing - Las Sociedades Secretas y su poder en el Siglo XX

Autores: Osho, Pablo Coelho

Documental: Peter Joseph - Zeitgeist

martes, 24 de septiembre de 2013

Leyendas negras sobre los hombres prehistóricos

Juan Manuel de Prada

Hombres prehistóricos

Refiriéndose a la cautela con que debemos interpretar los vestigios prehistóricos, Chesterton nos proponía una divertida paradoja. Imaginemos a una pareja de enamorados de nuestro tiempo, Ana y Alberto, que penetran en una cueva y graban en sus paredes un testimonio de su amor, con dos 'aes' mayúsculas entrelazadas. De este hecho aislado, un arqueólogo podría extraer, dentro de cinco o diez mil años, las siguientes consecuencias: 1) Que, puesto que las letras están grabadas con una navaja de bolsillo poco afilada, nuestra época se caracterizaba por el manejo de herramientas toscas; 2) Que, puesto que las letras son mayúsculas, nuestra época desconocía la escritura en minúsculas; 3) Que, puesto que las dos letras que aparecen en la inscripción son iguales, nuestro idioma debió de ser muy rudimentario y casi impronunciable; y 4) Que, puesto que las iniciales de Ana y Alberto no parecen denotar ningún tipo de significado religioso, nuestra civilización no tendría religión alguna.
Cuando hablamos de Prehistoria, tendemos a figurarnos un período necesariamente caracterizado por la barbarie. Pero la Prehistoria no es el período anterior a la civilización, sino el período que precede a la aparición de escritos que estamos en condiciones de descifrar. La humanidad prehistórica nos ha dejado ejemplos de otras habilidades anteriores a la escritura; o, dicho más exactamente, anteriores a las escrituras que hoy somos capaces de leer o interpretar. Aunque no nos haya legado un relato de cómo cazaba los bisontes, el hombre primitivo nos ha legado una pintura del bisonte. Todo lo que digamos sobre el modo en que el hombre prehistórico cazaba los bisontes pertenecerá al ámbito de lo hipotético, con mayor o menor aproximación; en cambio, no cabe duda alguna de que la pintura que hizo del bisonte demuestra que era un ser inteligente igual que nosotros, porque el arte es la firma del hombre.
Pero, de modo grotescamente paternalista, queremos seguir pensando que aquellos remotos hombres que habitaban las cavernas eran seres inferiores a nosotros. Este verano, en Malta, he tenido la oportunidad de contemplar los restos de una serie de templos megalíticos Ggantija, Hagar Qim, Mnajdra, Tarxien, así como del admirable hipogeo de Hal Saflieni, todos ellos con más de cinco mil años de antigüedad. Las formas arquitectónicas elegidas por aquellos hombres de la Edad de Piedra admiten muchos epítetos: son colosales, enigmáticas, apabullantes, pero en ningún caso toscas. Sorprende que unos hombres que aún carecían de herramientas sofisticadas pudieran transportar megalitos que pesaban toneladas; sorprende que pudieran labrarlos de forma tan esmerada; sorprende que la disposición arquitectónica de los templos (con cámaras sucesivas en forma de riñón, a modo de ábsides) fuese tan calculada y compleja. El pasmo que experimenté contemplando aquellos templos se acrecentó en el hipogeo de Hal Saflieni, que aprovecha una serie de cuevas naturales para construir un cementerio subterráneo, en el que a través de una intrincada red de pasadizos se llega a una serie de cámaras, excavadas en la roca, que imitan en ocasiones la portada de un templo, con un grado de refinamiento en el labrado de la roca en verdad sobrecogedor. No conocemos los ritos que en aquellos lugares se desarrollaron; no sabemos cómo pensaban aquellos hombres; no sabemos si creían en un Dios único o en un enjambre de divinidades; pero no podían ser gentes de inteligencia atrofiada.
Sin embargo, la tentación de extraer consecuencias disparatadas de los vestigios prehistóricos tan disparatadas como las que Chesterton extraía humorísticamente de las 'aes' entrelazadas por unos novios en la pared de una cueva nunca decae; y siempre se tiende a imaginar a aquellos hombres de la Prehistoria como seres de inteligencia pueril o atrofiada (¡a ser posible, manipulados por una casta sacerdotal proterva!). En una guía de viajes de Malta leo: «El templo de Mnajdra es muy interesante por las cámaras secretas que se esconden en el espesor de los muros. Estas cámaras se comunican con el templo propiamente dicho a través de aberturas practicadas en las paredes. Se cree que delante de estas aberturas se colocaban estatuas de las divinidades y que el sacerdote, escondido en la cámara, prestaba su voz a la divinidad para dirigirse a los creyentes». Tan delirante hipótesis que parece inspirada por el episodio quijotesco de la cabeza encantada carece, por supuesto, de todo atisbo de fundamento científico y, desde luego, el sentido común la repudia; pero es la argamasa fantasiosa con la que se urden nuestras recreaciones de la Prehistoria.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Nuevo Orden Mundial - Genesis y desarrollo del capitalismo moderno por Martín Lozano (Cap 1 de 4)

EL NUEVO ORDEN MUNDIAL

por Martín Lozano


GÉNESIS Y DESARROLLO DEL CAPITALISMO MODERNO



"Los grandes bandidajes solamente pueden darse en naciones democráticas en las que el gobierno está concentrado en pocas manos".
Alexis de Tocqueville

"Guste o no, tendremos un Gobierno Mundial. La única cuestión es si será por concesión o por imposición"
James P.Warburg

"Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de criminales a gran escala? Y esas bandas ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos. Abiertamente se autodenominan entonces reino, título que a todas luces les confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda profundidad le respondió al célebre Alejandro un pirata caido prisionero, cuando el rey en persona le preguntó: ¿qué te parece tener el mar sometido a pillaje? Lo mismo que a tí, le respondió, el tener al mundo entero. Solamente que a mí, que trabajo en una ruin galera, me llaman bandido, y a tí, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador".
Agustín de Hipona

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CAPÍTULO I

LOS CIMIENTOS DEL EDIFICIO: DE LOS ALBORES A LA CONSOLIDACIÓN


I.1. MERCADERES DEL MEDIEVO Y MAGNATES RENACENTISTAS


Ya en una fase tan temprana de la alta Edad Media como el siglo sexto, Gregorio de Tours narra que, con motivo de la entrada del rey Gontran en Orleans, acaecida el año 585, el monarca fue aclamado por la muchedumbre "en latín y en la lengua de los sirios". Poco después, en el 591, el rey Clotario concedía la sede episcopal de París a un acaudalado mercader sirio, tras el oportuno desembolso por parte de éste de una importante suma pecuniaria. No obstante, la numerosa presencia de mercaderes y negociantes sirios en la Europa medieval desapareció casi por completo, y por causas escasamente conocidas, hacia principios del siglo IX, momento a partir del cual su lugar sería ocupado por sus principales competidores, los comerciantes judíos.
Durante los cinco siglos siguientes, la trayectoria de los mercaderes israelitas en territorio europeo se verá envuelta en una compleja sucesión de éxitos económicos y de vicisitudes políticas de muy diverso signo. Duramente tratados por varios monarcas visigodos y burgundios, su momento de mayor esplendor e influencia se producirá en la Francia Carolingia, período después del cual sus condiciones fueron empeorando progresivamente hasta desembocar en la expulsión decretada en 1306 por el rey Felipe el Hermoso, que confiscó todas sus propiedades. A partir de aquel suceso habrá que esperar tres siglos para advertir nuevamente la presencia de los empresarios y banqueros judíos en los primeros lugares de la economía europea, coincidiendo con la gran eclosión mercantil y financiera que se produjo a lo largo del siglo XVII en los Países Bajos. Desde entonces, y ya sin interrupción, su auge no haría sino ir en aumento.
Pero el interdicto del trono francés no afectó únicamente a los negociantes hebreos, sino que se hizo extensivo a los otros dos grandes poderes económicos de la época: los Templarios y los mercaderes lombardos, aunque los resultados del golpe fueron distintos en cada caso. Así, mientras que la Orden del Temple, principal potencia financiera por entonces, se precipitó a raíz de aquel evento en un declive irremisible en prácticamente todo el occidente europeo, para los empresarios lombardos el suceso apenas supuso un contratiempo limitado al territorio francés y al reinado del citado monarca. En sus restantes dominios, y muy especialmente en el ámbito mediterráneo, su poderío permanecería inalterable, hasta el punto de poder afirmarse que con ellos se inició la configuración de los elementos que iban a dar paso al capitalismo renacentista y moderno.
No obstante, dentro de la denominación genérica de lombardos debe significarse la existencia de dos grupos claramente diferenciados, tanto por sus actividades mercantiles como por los métodos y procedimientos que caracterizaron a cada uno de ellos. Tales fueron, de un lado, los mercaderes florentinos, y de otro, los grandes empresarios genoveses y venecianos. En cualquier caso, la preponderancia económica alcanzada por todos ellos a partir del siglo XIV se hizo ostensible no solamente en la cuenca mediterránea, sino también en países como Alemania, Francia o Inglaterra, al punto que durante las tres centurias siguientes la denominación de lombardo fue sinónimo en toda Europa de prestamista usurario.
Si fuese preciso citar un nombre paradigmático de la influencia y el poderío alcanzados por los magnates florentinos, éste no podría ser otro que el de la familia Médicis, cuya trayectoria e intereses discurrieron por lo regular íntimamente ligados a los del Estado Vaticano. De hecho, Juan de Médicis, fundador de la dinastía, fue el banquero oficial de los papas Juan XXII y Martín V, siendo su hijo Cosme quien gestionó y administró todos los movimientos de fondos destinados a financiar el Concilio de Basilea de 1431. Pero el momento de máximo esplendor de la familia se iba a alcanzar con un biznieto de Juan de Médicis, Lorenzo el Magnífico, quien tomó parte activa en casi todas las disputas y querellas europeas de su época, aunque el escaso tino que demostró en tales menesteres le acarreó un cúmulo de reveses y enemistades que acabarían provocando el declive político y financiero del clan. Pese a todo, la saga de los Médicis aún sobrevivió durante largos años a su decadencia, como lo demuestra el hecho de que dos de sus miembros se sentaran en el solio pontificio (Clemente VII y León X) y otros dos alcanzaran la dignidad real (Catalina y María de Médicis, ambas reinas de Francia).
Entre las notas que caracterizaron la metodología operativa de los comerciantes florentinos merecen significarse su inclinación por los procedimientos de componenda negociada, ciertamente inusuales en una época más proclive a la confrontación, y la preponderancia que concedieron en sus operaciones comerciales a los aspectos financieros sobre los de índole estrictamente mercantil. Más que comerciantes, pues, fueron traficantes en dinero, es decir, banqueros. De su pericia negociadora, de la que ellos mismos se ufanaban, da buena prueba el hecho de que Florencia fuese el único Estado del occidente europeo que mantuvo por entonces excelentes relaciones con el Imperio Otomano, relaciones en las que el lucro y el beneficio primaron en todo momento sobre cualquier otra consideración.
Por lo que se refiere a las peculiaridades psíquicas propias del sujeto mercantil, eso que en un alarde eufemístico ha dado en calificarse como "virtudes burguesas", bien podría decirse que éstas alcanzaron en los negociantes florentinos su más nítida manifestación. Como será fácil advertir, nos estamos refiriendo a la racionalización a ultranza de la administración económica y, por extensión, de la vida en general, de la austeridad, la diligencia, la economicidad, la laboriosidad, la templanza y demás atributos prototípicos de la mentalidad mercantilista. Atributos que una mistificación secular de muy diverso signo ha venido presentando bajo la forma de otras tantas categorías morales, cuando lo cierto es que nunca tuvieron otra causa o razón de ser que el puro y simple utilitarismo. Y buena muestra de ello nos la ofrece un próspero mercader florentino de la época, Leon Battista Alberti, cuyos escritos constituyen un documento de inapreciable valor para comprender la mentalidad que impregnaba el quehacer de la burguesía emergente del momento. Por otra parte, las reflexiones de dicho personaje, recogidas en un libro titulado "Del Goberno della Famiglia", gozaron ya en su época, y durante mucho tiempo después, de una notable popularidad, y en ellas puede encontrarse un perfecto prontuario del espíritu florentino, en concreto, y de la mentalidad mercantilista en general. De hecho, todos los preceptos y recomendaciones de tales escritos se verían reproducidos casi con exactitud en textos muy posteriores y de muy diversa nacionalidad.
Así, tras pasar revista en su obra a las ya mencionadas cualidades "morales" que deben presidir la vida del buen mercader, el florentino Alberti deja traslucir la razón última de tanta virtud con frases como éstas:"Hijos míos, sed caritativos como lo manda nuestra santa Iglesia, pero preferid el amigo afortunado al desgraciado, y el rico al pobre. El mayor arte de la vida consiste en parecer caritativo y superar al astuto en astucia"; "La honestidad es siempre la mejor maestra de la virtud, la más fiel compañera de las buenas costumbres, la madre de una existencia feliz. Nos es extraordinariamente útil, porque si nos consagramos sin descanso al cultivo de la honestidad seremos ricos y nos ganaremos el elogio y la veneración generales".
Está bien claro, pues, que las tan manidas virtudes burguesas no fueron nunca sino un cúmulo de estereotipos, o lo que es lo mismo, una serie de condicionantes imprescindibles en determinadas circunstancias para la prosperidad y buena marcha de los negocios. Estereotipos, en definitiva, que en modo alguno constituyen los rasgos esenciales y definitorios del capitalismo, que podrá ser austero u ostentoso, pacato o libertino, negociador o brutal, según convenga en cada momento y circunstancia, pero cuya genuina caracterización vendrá siempre marcada por una visión economicista, utilitarista y materialista de la existencia. Es esto último lo que constituye la auténtica esencia de la idiosincrasia burguesa, algo que, en rigor, no podría asimilarse hoy al capitalismo de manera restrictiva, sino, más propiamente, a la mentalidad contemporánea en su totalidad, y ello por la sencilla razón de que los fundamentos esenciales del capitalismo moderno (materialismo, positivismo, economicismo, utilitarismo, etc.) fueron la matriz ideológica en la que se inspiraron las doctrinas supuestamente antagónicas surgidas con posterioridad.
Todo apunta, por tanto, al siglo XIV como el punto de partida de la mentalidad mercantilista moderna, y no sólo por la forma en que ésta se iba plasmar en los agiotistas florentinos y en otros traficantes coetáneos suyos, sino también por el clima de apego desmedido a los bienes materiales que por entonces comenzó a generalizarse, y del que dan buena cuenta numerosos testimonios de la época. Precisamente, uno de los sectores donde con mayor virulencia se manifestó ese "lucri rabies" del que hablan las crónicas fue el eclesial. El propio Alberti, nada sospechoso de tendenciosidad al respecto, señalaría más de una vez en sus escritos que la codicia y el afán de lucro desmedido eran rasgos sumamente extendidos entre los clérigos de su tiempo. Del papa Juan XXII escribió el comerciante florentino en estos términos:"Tenía defectos y, sobre todo, aquél que, como es sabido, es común a casi todos los clérigos: era codicioso en grado sumo".
Pero el mal, restringido en un principio a determinados círculos sociales (la putrefacción comienza siempre por arriba), no tardaría en extenderse al resto de la población, muy especialmente en los países de mayor desarrollo mercantil de la Europa occidental (Italia, Alemania, Francia). Así habrían de reflejarlo fuentes tan heterogéneas como los cantares del Carmina Burana, la "Descripción de Florencia" de Dante, o los escritos posteriores de Erasmo de Rotterdam, en uno de los cuales se lamenta de que "todo el mundo obedece al dinero", una descripción de su época que a buen seguro le habría parecido exagerada de haber conocida la sociedad de consumo actual.
Con todo, el acontecimiento más significativo de la mentalidad económica surgida en la época renacentista no sería tanto el auge del mercantilismo como la irrupción del préstamo pecuniario a modo de herramienta comercial de primera magnitud. Una práctica hasta entonces secundaria y casi restringida al círculo de los agiotistas judíos, y que a partir del siglo XIV comenzó a convertirse en un instrumento fundamental del nuevo sistema económico. Iniciaba así su andadura el capitalismo financiero, que no representa sino un eslabón superior, un salto cualitativo respecto del capitalismo meramente mercantil, y cuyas funestas consecuencias habrían de hacerse bien patentes con el transcurso del tiempo. Dado que en el marco implantado por el capitalismo financiero queda eliminada toda noción de corporeidad, el acto económico se convierte en algo de naturaleza puramente abstracta, posibilitándose con ello el lucro a costa del trabajo de terceros y, lo que es peor, el dominio absoluto de toda la realidad económica, política y social. Añádase a esto el hecho de que el sistema monetario está desde hace tiempo en manos de las grandes entidades financieras, lo que les confiere a éstas la potestad no ya de traficar con el dinero ajeno, sino incluso de crearlo de la nada, consolidando de esta forma su dominio a partir de una entelequia irreal. Una circunstancia que Frederick Soddy, nobel de Economía en 1921, calificaría certeramente con estas palabras: "el rasgo más siniestro y antisocial del dinero escriptural es que no tiene existencia real".
Finalmente, no podrá cerrarse este epígrafe sin poner de manifiesto las notables diferencias existentes entre el concepto de "libre mercado", tal y como era entendido éste en la época renacentista, y el que sostiene la ideología actual, diferencias debidas, naturalmente, a la inexorable dinámica expansiva propia de la economía capitalista. En efecto, la libre actividad comercial de entonces, contrariamente al modelo actual, estuvo sometida en sus inicios a una serie de restricciones elementales absolutamente impensables hoy. De hecho, en los albores del capitalismo la competencia mercantil no constituía un principio supremo al que pudiera apelarse para traspasar ciertos límites considerados entonces infranqueables. Límites entre los que figuraban el abaratamiento intencionado de precios para arruinar al competidor, o la propaganda destinada tanto a sobrestimar los propios productos como a menospreciar los de cualquier otro comerciante. No hará falta comentar que en la época actual, en que el principio del lucro y del beneficio prevalece sobre cualquier otra consideración, aquellos antiguos escrúpulos, por elementales que pudieran parecer, serían considerados irrisorios. Lo mismo podría decirse de la austeridad y el recato postulados por los doctrinarios del capitalismo temprano, conceptos que por entonces no limitaban su aplicación a la administración de los negocios, sino que se hacían extensivos a la propia vida privada, y ello por las razones de utilidad ya comentadas. Es evidente que, con el transcurso del tiempo, aquel afán economizador en la gestión comercial no sólo se ha mantenido, sino que, en virtud de uno de los principios esenciales del mercantilismo contemporáneo (la reducción de costes), se ha acentuado progresivamente. Sin embargo, la vida social y la esfera privada de los grandes magnates económicos hace ya largo tiempo que no participan de los esquemas arcaicos, constituyendo, por el contrario, un verdadero alarde de lujo y ostentación. Lo que pone de manifiesto una vez más la naturaleza de esos estereotipos aglutinados bajo el tópico de las "virtudes burguesas", meros convencionalismos circunstanciales de los que se prescindió tan pronto como dejaron de ser necesarios.
Así pues, el concepto de libre mercado, tal y como es entendido en el presente, y la idea de una publicidad dirigida a perseguir y asaltar a los potenciales clientes, era algo totalmente extraño a la mentalidad predominante por aquel entonces. En ningún código ideológico o moral de la Europa renacentista tuvieron cabida semejantes conceptos, con la única excepción de la literatura rabínica y, más concretamente, del Talmud. Y aunque este último hecho no carezca de importancia, tampoco constituye la clave que sirva para explicar de manera concluyente la irrupción y el asentamiento del modelo capitalista, como determinados tratadistas (Sombart entre los más notables) han pretendido explicar. Baste decir al respecto que dicho modelo económico debió buena parte de su arraigo a la activa participación de individuos y sectores sociales cuyo acervo cultural e ideológico poco tenían que ver con el judaico. Menos consistente aún es el argumento de la teórica incompatibilidad entre el capitalismo y el código religioso vigente en la Europa renacentista, ya que en tiempos de putrefacción los reglamentos morales no son sino letra muerta, o peor aún, meras herramientas de sórdida instrumentalización.
Todo lo apuntado no impide ser cierto el importante papel desempeñado por la plutocracia judía en la consolidación del capitalismo, al punto que todo intento por describir la evolución y el desarrollo de la sociedad moderna prescindiendo de dicha participación sería tanto como falsificar la Historia, además de suponer un injusto escamoteo de los méritos contraídos por la oligarquía israelita con el sistema vigente y tan unánimemente ensalzado en la actualidad. Por lo demás, no deja de ser paradójico que hayan sido precisamente autores hebreos quienes con más claridad y rigor han escrito sobre este asunto hoy tabú (Bernard Lazare, Marcus Ravage, Artur Koestler, Benjamín Beit, Alfred Lilienthal, etc.). Autores que constituyen la mejor fuente de información al respecto, además de la única a la que los intoxicadores de oficio no podrán aplicar el acostumbrado sambenito del antisemitismo.
Dicho esto, volvamos, pues, al tema apuntado líneas atrás, esto es, al reglamento talmúdico, para significar que, efectivamente, son varios los preceptos de ese código que recogen el principio en virtud del cual la conducta de sus seguidores deberá atenerse a normas distintas según se trate de miembros de su comunidad o de individuos ajenos a ella. A estos últimos, es decir, a los goim (término mediante el que se designa a los no-judíos), es lícito "mentirles y trampearlos". Una concepción que, aplicada al terreno mercantil, alcanzaría uno de sus momentos álgidos en la Polonia del Antiguo Régimen, tal y como lo refleja un apunte sobre el particular tan poco sospechoso de animosidad como el del rabino e historiador Heinrich Graetz, quien describió el proceder de los mercaderes hebreos de aquella época con estas palabras: "Líos y tergiversaciones, artimañas jurídicas, chocarrería y una cerrazón total ante todo lo que se hallase fuera de su horizonte, en eso consistía la esencia y forma de vida de los judíos polacos.....La honradez y la rectitud les eran tan ajenas como la sencillez y la veracidad. Esta cuadrilla asimiló las mañosas enseñanzas de las escuelas superiores (rabínicas) y las utilizaba para engañar a los menos astutos, experimentando con ello una especie de gozo triunfal. Claro es que su argucias difícilmente podían emplearlas contra sus hermanos de religión, que se las sabían todas; pero el mundo no-judío con que trataban sufrió en sus propias carnes la superioridad del ingenio talmúdico del judío polaco....La depravación de los judíos polacos acabó volviéndose contra ellos de manera sangrienta, y tuvo como consecuencia el que la restante judería europea se contagiara durante un tiempo del modo de ser polaco. Con la emigración de los judíos polacos (a raíz de las persecuciones cosacas) se polonizó, por así decirlo, todo el mundo judío".
En cualquier caso, y situándonos en el momento presente, la cuestión principal hoy ya no es tanto la libertad estrictamente mercantil, que incluso podría considerarse como un asunto menor, sino el libertinaje que preside el movimiento del capital transnacional y la impunidad con la que operan los grandes traficantes financieros. Y todo ello al amparo del "libre mercado", una falacia refrendada por todos los foros políticos subordinados a la Alta Finanza mundial, entre los que figura por méritos propios el engendro pergeñado en Maastricht.
En eso, en el dominio absoluto de una reducida oligarquía, consiste el concepto de "libertad" alumbrado por el modelo capitalista, gracias al cual ha podido configurarse una sociedad de siervos alienados y envilecidos por el consumo material.

I.2. EL NACIMIENTO DE LA EMPRESA CAPITALISTA


Si, como hemos visto, el carácter usurario y especulador del capitalismo emergente se encarnó en los mercaderes y banqueros florentino del siglo XIV, la otra faceta del nuevo sistema económico, esto es, la predadora y coercitiva, se materializaría en los comerciantes venecianos, auténticos precursores de la moderna mentalidad empresarial. Dos facetas, entiéndase bien, que en la práctica de los hechos han caminado indisolublemente unidas, aunque en el plano meramente teórico la explicación de ciertos acontecimientos pueda resultar más asequible recurriendo a categorías más o menos convencionales.
Los inicios del auge comercial veneciano se remontan al siglo XI, durante el cual el Imperio Bizantino concedió a los negociantes de esa ciudad el derecho a establecer en sus dominios agencias comerciales libres de tasas. Pero fue en el siglo XIII, tras la expulsión de las huestes sarracenas de Sicilia y de otros enclaves de la zona, cuando la flota veneciana pasó a convertirse poco menos que en la dueña del comercio marítimo mediterráneo.
Si hay un rasgo que singulariza a los empresarios-navegantes venecianos, distinguiéndoles así del proceder florentino, fue su proclividad a la acción militar para llevar a cabo sus proyectos de expansión comercial. Bien podría decirse, por tanto, que con ellos el rudimentario bandolerismo medieval se organizó y estructuró bajo el signo de la empresa. En efecto, a lo largo de la Edad Media el asalto y el pillaje habían constituido una práctica frecuente entre buena parte de la nobleza europea. Este fenómeno se manifestó con especial virulencia en Francia y, muy especialmente, en territorio alemán, donde casi alcanzaría características de epidemia. Las correrías expoliadoras de los caballeros salteadores germanos, los célebres raubritter, llegaron a configurar un clima social conocido en aquel país como "la ley del puño". Pero ese tipo de acciones tuvo siempre un carácter anárquico y ocasional, totalmente desprovisto de cualquier cálculo o plan orientado a la consecución de un objetivo ambicioso. Pura improvisación, en suma, sin el menor atisbo de lo que pudiera definirse como una auténtica empresa.
En el proceder de los magnates venecianos, por el contrario, el pillaje alcanzó cotas de organización verdaderamente empresarial, con toda una maquinaria bélica puesta al servicio de un proyecto lucrativo minuciosamente estructurado. Tanto es así que el término "corsar" fue utilizado en las actas mercantiles venecianas de forma absolutamente natural, sin el menor matiz infamante o peyorativo. Estas prácticas, compartidas igualmente por otras ciudades italianas (Génova, Pisa, Amalfi), se extendieron con el transcurso del tiempo a varios países europeos, llegando a alcanzar en algunos de ellos caracteres de auténtica institución social. Tales fueron los casos de Francia, Holanda y, muy especialmente, de la nación corsaria por excelencia, esto es, Inglaterra..
La piratería francesa, que durante el siglo XVI se nutrió preferentemente de elementos procedentes de la pequeña nobleza protestante, alcanzó su apogeo a mediados del siglo XVII con las flotillas de bucaneros y filibusteros que operaban en aguas de las colonias caribeñas hispanas.
Empresas corsarias, y no otra cosa, fueron también la grandes compañías comerciales de los siglos XVI y XVII (Compañías de Indias Holandesa, Francesa e Inglesa), en cuyos balances de pérdidas y ganancias figuraban, como un capítulo más, las originadas por actos de piratería, lo que era perfectamente normal en ese tipo de sociedades mercantiles dotadas de atribuciones paraestatales de carácter económico, político y militar.
Pero, donde la piratería alcanzó su mayor caracterización y proyección como actividad empresarial, fue, sin ninguna duda, en la Inglaterra del XVI y del XVII y, posteriormente, en sus dominios coloniales del Estado de Nueva York.
A lo largo de todo ese período, la organización y el desenvolvimiento de las escuadras corsarias británicas diferían muy poco de las de cualquier otro negocio, de ahí el calificativo de "business" con que denominaron sus actividades los tratadistas de la época. De hecho, las flotillas piratas eran equipadas y financiadas de forma regular por acaudalados hombres de negocios, cuando no por la propia Corona, y sus más destacados cabecillas fueron elevados a la dignidad señorial (Sir Francis Drake, Sir Martin Frobischer, Sir Richard Grenville, etc).
Aquel carácter predador puesto al servicio de la empresa lucrativa que inspiraba el ánimo de los empresarios-corsarios del XVII, es el mismo que impregnó después la dinámica expansiva del capitalismo actual. Con el transcurso del tiempo evolucionarían las técnicas, pero perduraría la misma rapacidad.

I.3. EL AFIANZAMIENTO DEL MODELO ECONÓMICO


Fue a partir del 1600 cuando las formas embrionarias del capitalismo moderno surgidas en los albores del Renacimiento alcanzaron su desarrollo definitivo, primeramente en Holanda, y en Inglaterra después.
Los Países Bajos constituyeron, en efecto, el primer escenario en el que el nuevo modelo económico y la mentalidad empresarial se manifestaron plenamente, pero ya no sólo en unos cuantos enclaves localizados, sino en toda la extensión de una nación.
Fueron varios los factores que confluyeron en la eclosión del capitalismo holandés. Uno de ellos, de indudable relevancia, pero en modo alguno exclusivo, sería el asentamiento en aquel país de un notable contingente de inmigrantes sefarditas salidos de España a raíz del decreto de expulsión. De los aproximadamente 300.000 sefarditas que abandonaron España en las postrimerías del siglo XVI, la porción más importante se asentó en dominios otomanos, si bien hubo grupos numerosos que dirigieron sus pasos hacia Holanda, Inglaterra y las ciudades alemanas de Hamburgo y Frankfurt. Esta última localidad habría de ser con el tiempo la casa matriz de varias dinastías de financieros ashkenazim, tales como los Rothschild, los Warburg, los Mendelsohn y los Speyer.
No obstante, sería inexacto, por no decir falso, atribuir en exclusiva a los inmigrantes hebreos el espectacular desarrollo del mercantilismo holandés y, más tarde, del capitalismo británico. Si, como ya se apuntó, el Talmud era el único corpus ideológico que en los inicios del capitalismo renacentista se compaginaba plenamente con los postulados mercantiles de éste, no podría decirse lo mismo de la situación reinante en la Europa del XVII, en la que ya se había desarrollado por completo la mentalidad surgida de la Reforma protestante. Una mentalidad perfectamente identificada con el nuevo modelo socioeconómico, del que en realidad no fue sino una derivación. Sobre este particular, no hará falta extenderse aquí en excesivas explicaciones, por cuanto se trata de un tema perfectamente conocido. La máxima calvinista (compartida, salvo anecdóticas excepciones, por el protestantismo en su conjunto) en virtud de la cual "el éxito y los beneficios de toda empresa mercantil son la recompensa concedida por Dios a sus elegidos", es sobradamente ilustrativa al respecto, y resume a la perfección la esencia del espíritu protestante, que convirtió la trascendencia religiosa en un asiento contable o, si se prefiere, en una ética para propietarios y tenderos.
Por lo demás, está suficientemente claro que en el escenario europeo posterior a la Reforma la Iglesia Romana era una institución vinculada a los intereses propios del régimen aristocrático y del orden señorial, mientras que las confesiones protestantes representaban las aspiraciones y mentalidad de la nueva clase emergente y del nuevo sistema socioeconómico. Aunque no por ello deja de ser cierto que, con el transcurso del tiempo, y una vez que el sistema burgués hubo logrado su consolidación política en toda la órbita occidental, la institución vaticana se fue adaptando plenamente a las coordenadas del nuevo modelo, haciendo gala con ello de su conocida versatilidad para acomodarse a las exigencias de los tiempos y a los imperativos del Poder.
Para comprender el desarrollo experimentado por la economía capitalista en los Países Bajos durante el siglo XVII, bastará significar la aparición por entonces de una serie de prácticas que, con el andar de los años, habrían de convertirse en rasgos característicos del capitalismo contemporáneo.
Uno de esos fenómenos fue la fiebre especulativa que se manifestó con inusitada intensidad en la Holanda del XVII, circunstancia de la que da buena prueba el espectacular tráfico económico que tuvo lugar en torno a un artículo tan simple como el tulipán. Esta planta, traída desde Adrianópolis al occidente europeo por el botánico Busbeck hacia mediados del siglo XVI, se convirtió durante el primer tercio del siglo XVII en un objeto de veneración para los ciudadanos holandeses. Fue una de esas extrañas modas, tan corrientes en la época actual, que prendió casi repentinamente, sin que se conozca con certeza la razón. El hecho es que, a partir de 1630, el esnobismo de los primeros momentos comenzó a adquirir tintes de pura y simple especulación. Cada día era mayor el número de personas deseosas de adquirir ejemplares de ese bulbo, aunque ya no por razones decorativas, sino con el propósito de venderlos a un precio superior, no tardando en desarrollarse en torno a los tulipanes un auténtico mercado bursátil en el cual participaban individuos de todas las condiciones sociales. Las Bolsas de las principales ciudades holandesas se convirtieron así en el escenario de transacciones en las que se pagaban miles de florines por ejemplares de tulipán que, convertidos ya en un valor abstracto, al modo de las acciones actuales, nadie había llegado a ver, ni el comprador, ni el vendedor, ni mucho menos el agente bursátil. La histeria especuladora fue en aumento, impulsada por el hecho de que, como en todo negocio de esa índole, el incremento injustificado y vertiginoso de la cotización hizo que, en un principio, todo el mundo obtuviera beneficios. Al punto que muchas personas llegaron al extremo de enajenar todos sus bienes para invertir el numerario así obtenido en tan lucrativo negocio. Claro que, al final, acabó ocurriendo lo inevitable en todo proceso de especulación montado en torno a un objeto carente de valor intrínseco, y cuya estimación resulta ser puramente ficticia. Al vertiginoso ascenso de los precios le sucedió una caída más vertiginosa aún, lo que supuso la bancarrota absoluta para centenares de familias.
El episodio referido no fue sino un claro antecedente de lo que poco después, ya en la Inglaterra del siglo XVIII, habría de desarrollarse plenamente bajo la fórmula del Mercado de Acciones o Bolsa de Valores. Una fórmula, sobra decirlo, de plena actualidad.
Otro fenómeno que se desarrolló también por aquellos años, y muy especialmente en Inglaterra a partir del último tercio del siglo XVII, fue la proliferación de los llamados proyectistas, una especie de antecesores de los actuales expertos en inversiones financieras. Una muestra evidente de la nitidez con la que ya por entonces comenzaron a perfilarse ciertos usos consagrados en la actualidad, nos la ofrece el testimonio de un testigo privilegiado de la época, el inglés Defoe. En su obra "An Essay on Projects", el escritor británico definió de manera magistral a los proyectistas de entonces con palabras como éstas: "Hay personas demasiado astutas para convertirse en auténticos criminales en su desenfrenada carrera en pos del oro. Éstas se dedican a inventar ciertas formas oscuras de tretas y engañifas, un modo de robar tan reprobable como otro cualquiera, o incluso más, ya que bajo atractivos pretextos inducen a gentes honradas a soltar su dinero y ponerse de su parte, para desaparecer después tras la cortina de un refugio seguro, burlándose de las leyes y de la honradez".
Las actividades de los proyectistas tuvieron su perfecta correspondencia en la especulación bursátil y en el llamado Mercado de Efectos, cuyas prácticas también nos dejaría descritas el citado autor en sus escritos: "Al principio estaba constituido por las transferencias simples y esporádicas de títulos y acciones. Pero debido a la industriosidad de los corredores de comercio, en cuyas manos se hallaba el negocio, éste se convirtió en un tráfico basado en las mayores intrigas, astucias y artimañas que jamás se dieron bajo la máscara de la honradez. Pues como los corredores tenían la sartén por el mango, convirtieron la Bolsa en una partida de juego; subían y bajaban los precios de las acciones a su antojo, y mientras tanto siempre contaban con vendedores y compradores dispuestos a confiarles su dinero, no obstante sus falaces promesas".
Lógicamente, la consolidación del modelo económico capitalista que se operó durante los siglos XVII y XVIII dio paso al nacimiento de las primeras instituciones bancarias al estilo de las que se conocen hoy. Y no es que hasta ese momento no hubiesen existido profesionales del préstamo a gran escala. Lo que ocurre es que tales individuos, pese a su poderío económico, permanecieron supeditados a los avatares y decisiones del poder político, siendo así que su suerte dependía en gran medida de la del monarca al que se hallaban vinculados o de que éste les retirara su confianza. Pero, con el discurrir de la era moderna, los poderes económicos no sólo se fueron emancipando del dominio de la autoridad política, sino que acabaron por erigirse en los dueños y patrones de ésta.
En 1694, y a propuesta del escocés William Patterson (la rapacidad económica de los negociantes escoceses no tardaría en convertirse en algo proverbial), el Parlamento inglés autorizó la creación de una banca de emisión cuya razón social completa sería The Governor and Company of the Bank of England. El capital social del recién creado Banco de Inglaterra, que ascendía a 1.200.000 libras, fue suscrito en su totalidad por inversores privados, y si bien el acta de su fundación no otorgaba a esa entidad ningún monopolio, tres años después, en 1697, una nueva disposición parlamentaria le concedió en exclusiva el privilegio de emitir moneda. A esta prerrogativa se le irían añadiendo con el transcurso del tiempo algunas otras (Carta de 1892, Acta de 1928) que no harían sino consolidar el poder de dicha institución.
Por lo que a Francia se refiere, el escenario económico de aquel país estuvo presidido durante un tiempo por dos personajes. El primero, un financiero de origen israelita llamado Samuel Bernard, fue el banquero personal de Luis XIV y de toda la corte gala. Sus relaciones con los ministros del rey le proporcionaba, entre otras ventajas, una información de primera mano de la que el acaudalado Bernard extraía la oportuna rentabilidad. La fortuna y posición de este financiero llegaron a ser tales que las más destacadas familias de la aristocracia francesa se disputaron el privilegio de emparentar con su descendencia.
No obstante, los últimos años del reinado de Luis XIV se vieron afectado por una progresiva crisis económica, que se acentuó aún más a la muerte del rey Sol. Fue entonces cuando emergió al primer plano la figura del escocés John Law, propietario de la poderosa Compañía Comercial de Occidente y de una entidad bancaria que, en virtud de un edicto de agosto de 1717, pasó a convertirse en la Banca Real, con todas las prerrogativas que ello comportaba, entre otras la de emitir papel moneda. Posteriormente, la desaforada gestión del financiero escocés no tardó en conducir a un crecimiento desmesurado de la circulación fiduciaria, lo que acabaría desembocando en el absoluto descrédito de los billetes emitidos por dicha institución bancaria, prácticamente carentes al final de respaldo y de valor efectivos. En diciembre de 1720 la actividad de la Banca Real fue suspendida, restableciéndose nuevamente el pago exclusivo en numerario metálico.
Las catastróficas consecuencias de aquella experiencia marcaron durante un tiempo tanto a los poderes públicos franceses como a la mayor parte de la población. Habría que esperar al clima generado por la Revolución Francesa para que el recelo de antaño diera paso a un ambiente más propicio para el desenvolvimiento del Gran Capital.
Albert Matiez, uno de los escasos historiadores de la Revolución Francesa que se interesó por los aspectos económicos de la misma, aportó en su día una documentación precisa acerca del papel desempeñado en su gestación y desarrollo por diversos financieros. Figuran entre los más relevantes el banquero Jacques Necker, director general de Finanzas y primer ministro de Luis XVI, Etienne Delessert, fundador y propietario de la principal compañía aseguradora francesa, Prevoteau, destacado financiero, y Nicolás Cindre, agente de cambio. A esta relación podrían añadirse los nombres del banquero lionés Fulchiron y de su asociado Givet, así como el del financiero Boscary, presidente de la Caisse D'Escompte y titular de varios cargos políticos de primer orden durante el episodio revolucionario. Todo esto, claro está, sin mencionar la participación de otros patrocinadores foráneos, de los que se dará cuenta más adelante.
Igualmente explícitos son los testimonios de dos destacados protagonistas de aquel evento. El primero de ellos, el revolucionario republicano Rivarol, dejaría escrito en sus memorias que "una multitud de agiotistas y capitalistas decidieron la Revolución". No menos elocuentes fueron las palabras pronunciadas en la Convención por el diputado y miembro del Comité de Salud Pública Joseph Cambon:"La gran Revolución ha golpeado a todo el mundo, excepto a los financieros"; palabras que, aun siendo certeras, constituyeron un alarde de cinismo por parte de quien las pronunció, un sicario del nuevo régimen capitalista.
Una vez agotado el período convencional, la situación resultaría todavía más favorable para los intereses de la oligarquía económica. Durante el Directorio, los financieros y hombres de negocios coparon los puestos clave del gobierno y de la Administración, lograron la derogación en la Asamblea de la ley de 17 Germinal del año II (apenas aplicada mientras estuvo en vigor), que ponía algunas trabas al desenvolvimiento de sus actividades y, finalmente, acapararon el lucrativo negocio de los suministros al Estado.
El golpe bonapartista del 19 Brumario de 1799 acabaría por consolidar los intereses plutocráticos. Tan solo dos meses después de que Napoleón fuera proclamado Primer Cónsul nació el Banco de Francia, institución a la que le fue concedida desde su creación el privilegio de recibir en cuenta corriente los fondos de la Hacienda Pública, a lo que se añadiría tres años después la facultad exclusiva de emitir papel moneda. Todo ello tratándose, claro está, de una entidad de carácter privado, cuyo presidente y administradores eran nombrados por los 200 accionistas mayoritarios de la misma.
Por lo demás, son sobradamente conocidas las estrechas relaciones que Napoleón Bonaparte mantuvo con la Alta Finanza, hasta el punto que, pese a existir un poso de mutua desconfianza, el autócrata corso jamás emprendía una campaña militar ni adoptaba una decisión política comprometida sin recabar el parecer de sus banqueros. No menos conocidos son los gigantescos beneficios que las guerras napoleónicas reportaron al entonces llamado Sindicato Financiero Internacional (Baring, Hope, Boyd, Parish, Bethmann, Rothschild), al que el historiador británico Mc Nair Wilson atribuyó la caída de Napoleón a raíz de las medidas adoptadas por éste (bloqueo comercial sobre Inglaterra) en contra de sus intereses.
Inmediatamente después del desmantelamiento del régimen bonapartista comenzó a perfilarse el protagonismo hegemónico de la casa Rothschild, que en el transcurso de unos cuantos años se situaría en una posición de privilegio en el ámbito financiero del continente europeo.
El fundador de dicha dinastía de banqueros fue Meyer Amschel Rothschild, nacido el año 1744 (1743, según algunos biógrafos) en la localidad alemana de Frankfurt. Tras un breve período de estudios en la escuela talmúdica de su ciudad natal, el joven Rothschild ingresó como empleado en una casa de cambio de Hannover regentada un correligionario suyo llamado Oppenheim, donde se iniciaría en los fundamentos del negocio bancario. Debido a sus excepcionales dotes para los asuntos financieros, no tardó en ocupar un puesto relevante en la Banca Oppenheim, lo que le iba a permitir relacionarse con su más adinerada clientela. Fue precisamente por ese conducto como un día entró en contacto con el general von Estorff, quien, impresionado por su agudeza y visión comercial, le introdujo en la corte del Landgrave de Hesse-Cassel , que a la sazón constituía por entonces una especie de establecimiento mercantil donde se trataban todo tipo de negocios.
Coincidiendo con aquel suceso, que marcaría el inicio de su vertiginosa ascensión, Meyer Amschel contrajo matrimonio en 1770 con una joven hebrea llamada Gutta Schapper, y se estableció en un inmueble de Frankfurt, futura sede de su imperio económico.
Uno de los más lucrativos negocios de aquella época lo constituía el aprovisionamiento de mercenarios para los ejércitos de las monarquías europeas. Y justamente, los mayores organizadores de ese tráfico eran el príncipe Federico II de Hesse-Cassel y su hijo Guillermo IX. Meyer Rothschild, asociado de éstos, se encargaba de reclutar, equipar y alojar a la tropa hasta su embarque, percibiendo a cambio un porcentaje por cada operación. Huelga comentar la importancia que adquirió ese comercio a raíz de las guerras desatadas en Europa como consecuencia de la Revolución Francesa, así como los dividendos que reportó a sus principales promotores. Con todo, ésta no fue más que una de las múltiples fuentes de ingresos de nuestro financiero, como muy bien señalaría su principal biógrafo y panegirista, el conde Corti: "Allí donde había algo en que ganar, ya fuera comisión o expedición, ya se tratase de ropas o de vinos, o bien de artículos para los cuales había sido establecida la libertad de comercio, allí estaba presente la casa Rothschild". Otra de las especialidades de la casa, no mencionada por el citado cronista, fue el contrabando, actividad de la que dan repetida cuenta varios informes policiales elaborados en 1812 y dirigidos al ministro del Interior francés, el duque de Rovigo.
En 1810, plenamente consolidado ya su negocio, Meyer Amschel redacta y formaliza un contrato por medio del cual asocia a sus hijos varones a la sociedad, que pasa a denominarse a partir de ese momento Meyer Amschel Rothschild e Hijos. Dos años más tarde, el 19 de septiembre de 1812, moría el fundador de la dinastía, dejando en su testamento la propiedad exclusiva de todos sus negocios a sus cinco hijos, cada uno de los cuales recibió una quinta parte del capital social. El acta testamentaria excluía explícitamente de cualquier participación en la empresa a sus hijas, a los maridos de éstas y a sus descendientes, si bien establecía la entrega a cada una de ellas de una estimable suma económica.
Como ya se apuntara líneas atrás, fue a partir de ese instante, y en el marco del nuevo escenario europeo configurado por la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, cuando la casa Rothschild emprendió una progresión imparable que la llevaría en pocos años a situarse a la cabeza de la finanza europea. Aunque no el único, el factor que más decisivamente contribuyó a tan fulgurante escalada fue el hecho de que cada uno de los cinco herederos se estableciera en una capital europea, lo que habría de permitirles en lo sucesivo coordinar sus estrategias y disponer en todo momento de una visión completa y no limitada a un sólo país de la situación reinante en el viejo continente.
La rama francesa de la casa Rothschild, que estuvo comandada en un principio por Salomón, pasó en muy poco tiempo de figurar en los archivos policiales por sus prácticas contrabandísticas, al pleno reconocimiento de la corte real y de la alta sociedad. En 1823, Luis XVIII solicita y obtiene de la firma un empréstito de 400 millones de francos, y unos meses después Salomón Rothschild es condecorado con la Legión de Honor por sus valiosos servicios a la causa de la Restauración. A lo largo de los años 1830,1831 y 1832 se suceden otros tantos empréstitos de la banca Rothschild al gobierno francés.
A partir de 1836 la rama francesa de los Rothschild pasa a ser dirigida por otro de los hermanos, Jacob, más conocido bajo el nombre de James. Éste negocia en 1844 un nuevo préstamo al gobierno galo cuyo montante asciende a 200 millones de francos, y del que se derivaría un sonoro escándalo. A raíz de aquel asunto el ministro de Finanzas francés fue acusado públicamente de subordinar los interese de la nación a la banca Rotschild. Poco después, en 1845, se produce un nuevo escándalo, como consecuencia de la concesión a la casa Rothschild de los Ferrocarriles Franceses del Norte. Una publicación aparecida al hilo de aquel acontecimiento ("Guerre aux Fripons") daba cuenta del modo en que numerosos miembros de las dos Cámaras Legislativas, varios jueces y los periodistas más influyentes de aquel país, habían sido obsequiados por el dadivoso James Rothschild con miles de acciones de su recién creada compañía ferroviaria.
Mientras tanto, la hostilidad de la opinión pública, clamorosa en un principio, iba cediendo progresivamente merced a la intensa propaganda desplegada por los diarios más influyentes, que se dedicaban a destacar las obras filantrópicas de la poderosa Banca. Muy pronto la filantropía habría de convertirse en un recurso habitual de numerosos imperios financieros, que desde hace tiempo vienen dedicando parte de sus ingentes beneficios a dicho capítulo, cuya utilidad no sólo se deriva de su impacto efectista sobre la población, sino fundamentalmente de las posibilidades que ese conducto ofrece para (a través de las Fundaciones) penetrar y controlar amplios sectores de la vida social.
En cuanto a los restantes miembros de la saga, Amschel regentaba el establecimiento bancario de Frankfurt, Karl dirigía el de Nápoles, y Salomón, que en un principio figuró al frente de la rama francesa, acabó instalándose definitivamente en Viena, donde muy pronto se hizo con la amistad personal de Metternich y con las simpatías de la corte imperial. Por si eso fuera poco, el influyente Gentz, brazo derecho del canciller austríaco, le mantenía puntualmente informado de los asuntos de Estado, percibiendo a cambio una sustanciosa asignación mensual. Sus relaciones con la curia romana eran también óptimas, y fruto de ellas fue un importante empréstito negociado con el Estado Vaticano.
Finalmente, el quinto de los vástagos, Natham, se instaló en Londres. De su posición en la sociedad británica puede decirse que fue tan sólida o incluso más que la de sus hermanos en los otros países europeos. De hecho, el salón de su hija mayor se convirtió en el lugar más frecuentado por la aristocracia británica y las oligarquías económicas, políticas y sociales de aquel país. Tampoco estará de más significar el papel desempeñado por Nathan Rothschild en el conflicto que enfrentó a carlistas e isabelinos por el trono español. Un papel tan decisivo como rentable para aquél, ya que su apoyo financiero a la causa isabelina le valió, entre otras prebendas, la explotación en exclusiva de las minas de Almadén. Y dado que el otro gran yacimiento europeo de mercurio, ubicado en Istria, había sido comprado tiempo atrás al Estado austríaco por su hermano Salomón, la casa Rothschild pudo así acaparar en régimen de monopolio el mercado europeo de ese mineral.

I.4. LA CONSOLIDACIÓN POLÍTICA E INSTITUCIONAL


El afianzamiento en el terreno económico del modelo capitalista, que comenzó a perfilarse a principios del XVII, no fue más que la primera fase de un proceso que habría de desembocar tiempo después en su consolidación política e institucional, aspecto del que nos ocuparemos a continuación.
Antes de penetrar en el análisis de la Revolución Francesa, que sin duda constituye el modelo prototípico de revolución burguesa, convendrá dedicar una breve alusión a los dos movimientos políticos de significación equivalente que la precedieron en el tiempo. Alusión que resulta incluso necesaria, y no tanto por las similitudes de fondo que entre las tres revoluciones (inglesa, americana y francesa) se pudieran establecer, como por las peculiaridades que caracterizaron a la última respecto de las otras dos.
En efecto, el régimen republicano instaurado por la revolución inglesa de 1680 no fue sino el resultado del compromiso al que llegaron la aristocracia terrateniente y la clase burguesa para compartir el poder; un pacto, además, que al no necesitar del auxilio popular para afianzarse, pudo llevarse a efecto sin realizar excesivas concesiones a las capas inferiores de la población. Algo parecido podría decirse de la revolución americana de 1776, cuyos logros políticos, netamente orientados en beneficio exclusivo de un sector minoritario de la sociedad, se verían magnificados por una declaración de principios tan altisonante como hueca y puramente formal. En la práctica, la esclavitud siguió existiendo en aquel país y la jerarquización socio-política siguió basándose en el poderío económico.
Por contra, lo que marcó el carácter específico de la Revolución Francesa fue el hecho de que, en su asalto al poder político e institucional, la burguesía tuvo que recurrir a las masas populares para quebrar la tenaz oposición a todo compromiso de una parte considerable del estamento aristocrático. Esta contingencia fue la causa que obligó a la clase burguesa a efectuar ciertas concesiones circunstanciales y estratégicas a las capas populares, lo que habría de desencadenar una serie de consecuencias cuyos ecos perdurarían hasta mucho tiempo después.
Por lo demás, las convulsiones sociales que posibilitaron el acaparamiento del poder político por parte de la burguesía no fueron más que la culminación de un proceso que se venía gestando desde mucho tiempo atrás. En el siglo XVIII, e incluso antes, la burguesía francesa dominaba por completo el panorama económico de aquel país, situándose a la cabeza tanto del comercio como de la industria y las finanzas. De sus filas procedían igualmente la mayor parte de los cuadros técnicos de la administración monárquica. Por otra parte, el esquema ideológico burgués y su escala de valores (presidida por el culto al dinero) impregnaban desde hacía tiempo la mentalidad de las capas superiores de la clase aristocrática. Ya es bien significativo el hecho de que los conciliábulos donde se incubaron y desde donde se propalaron las consignas burguesas de la Ilustración encontraran su mejor acogida en los salones de la aristocracia. Naturalmente, la burguesía tenía plena consciencia de que su hegemonía económica y su ascendiente ideológico sobre la población le facultaban para abordar la segunda fase del proceso, esto es, la conquista del poder institucional.
Con todo, la colaboración que la burguesía encontró entre una porción importante de las clases populares, y la favorable acogida de que gozaron sus señuelos ideológicos, debieron buena parte de su éxito a la profunda degradación en que se hallaba sumido en Antiguo Régimen y sus estructuras de mando. Por lo que se refiere al estamento eclesial, otro de los pilares seculares del orden aristocrático, su grado de putrefacción había alcanzado cotas igualmente considerables; al punto que en la Francia de entonces las palabras clérigo y disoluto llegaron a convertirse poco menos que en términos sinónimos. Todo ello sin olvidar que una parte considerable del alto clero compartió desde muy pronto los postulados de la nueva ideología, y que casi la mitad de los párrocos franceses juraron fidelidad a la Constitución de 1790, que consagraba los principios del nuevo régimen.
La profunda aversión al estamento clerical y a sus usos depravados, unido al arraigo que, pese a todo, siguieron manteniendo las creencias religiosas entre amplios sectores de la población, fueron bazas que la oligarquía burguesa supo instrumentalizar en cada coyuntura como mejor convino a sus intereses. En un primer momento tales resortes sirvieron para la confiscación de los bienes eclesiales (cuya adquisición proporcionó a la burguesía revolucionaria beneficios inmensos), así como para canalizar la penuria y la indignación de las masas contra la reacción aristocrática. Pero, una vez consolidados sus objetivos y alcanzada la hegemonía institucional, la burguesía dirigente execró los excesos de las turbas que ella misma había instigado y apeló de nuevo a las viejas creencias, viendo en ellas un factor de control y estabilización de su orden social. Nadie sería más explícito a este respecto que Napoleón Bonaparte, cuando afirmara que "la sociedad no puede existir sin la desigualdad de las fortunas, y la desigualdad de las fortunas no puede existir sin la religión". Esta frase refleja a la perfección el concepto que del hecho religioso tuvo siempre la mentalidad burguesa, una mentalidad patológica en su esencia y patógena en su proyección.
A la descomposición del Antiguo Régimen, que sin duda constituyó un factor básico en el desencadenamiento del proceso, se sumó la regresión económica sobrevenida a partir de 1778, y que en realidad no fue sino el detonante. En efecto, aunque el siglo XVIII había constituido hasta ese momento un período de prosperidad, muy especialmente durante la fase comprendida entre 1760 y 1776, a partir de 1778 se desencadenó una etapa de contracción económica que culminaría finalmente en la gran crisis de 1787, con todo su cortejo de penurias y miseria. Esa circunstancia, que tan oportunamente iban a explotar los promotores de la Revolución, no fue, conviene reiterarlo, sino el desencadenante de una situación larvada cuyo mar de fondo se venía gestando desde mucho antes. De hecho, carestías y hambrunas de envergadura incomparablemente mayor a las que se produjeron entonces las ha habido por docenas a lo largo de la historia, sin que ello comportara la caída del sistema anterior y la implantación de un nuevo régimen. Y es que, para que esto último sucediera en 1789 se precisó de algo más. Hizo falta, en primer término, la profunda decadencia de la casta dominante que entonces se dio, y el progresivo descrédito en el que, como lógica consecuencia, se vieron envueltos los valores que esa vieja oligarquía había venido utilizando para legitimar su autoridad. Pero fue necesaria, además, la presencia de una estructura organizada capaz de llevar a cabo una labor sistemática de demolición cultural y de agitación social, como lo era la maquinaria que venía preparando desde hacía tiempo el asalto de la burguesía al poder político e institucional. Sobra decir que en todo ese ejercicio de fuerza, el tan largamente invocado papel de las masas no fue sino el de mera comparsa, como los acontecimientos sucesivos demostrarían hasta la saciedad.
Nada menos oportuno, por tanto, que extenderse en argumentos para desmontar el mito de la revolución espontánea, una más de las innumerables patrañas consagradas por la intoxicación oficial. Además de la experiencia histórica (y de la lógica más elemental), que ha acreditado sin excepción que las revueltas populares verdaderamente espontáneas jamás rebasaron el grado de simple motín, se cuentan por centenares los datos y los testimonios que no dejan lugar a dudas sobre la autoría de la orquestación.
Esa estructura minuciosamente organizada a través de la cual la oligarquía burguesa alcanzó sus objetivos no fue otra que la francmasonería, una organización que, por el papel desempeñado a todo lo largo de la época moderna, es merecedora de un tratamiento exhaustivo imposible de abordar aquí; bastará, por el momento, con reseñar algunos datos que permitan hacerse una idea de su decisiva participación en aquel suceso.
Bien podría empezarse, pues, significando el hecho de que todos los ideólogos del nuevo régimen y de la Revolución, y la totalidad de sus dirigentes políticos, sin ninguna excepción sobresaliente, fueron feligreses de las logias. Desde los teóricos y propagandistas de la primera hora, como D'Alembert, Montesquieu, Rousseau, Condorcet o Voltaire, hasta los activistas más destacados del proceso revolucionario, del Directorio y del régimen bonapartista, como Mirabeau, Desmoulins, Robespierre, Danton, Saint-Just, Marat, Hebert, Fouché, Siéyès, o el propio Napoleón. Todo ello sin contar, claro está, los innumerables clérigos afiliados a la secta. Masónicos igualmente eran los símbolos republicanos (gorro frigio, bandera republicana) y el himno revolucionario (la marsellesa), compuesto por el adepto Rouget de L'Isle y cantado por vez primera en la logia de los Caballeros Francos de Estrasburgo. Lo mismo podría decirse de las consignas ideológicas, comenzando por la más hipócrita y falaz de todas ellas ("libertad, igualdad, fraternidad"), amparo desde entonces de masacres y tiranías, y artificio que bastante antes de convertirse en el eslógan señero del régimen burgués era ya la divisa de las logias masónicas. Bien es cierto que sus creadores y propaladores nunca han interpretado tan capcioso señuelo con el papanatismo habitual de sus incautos destinatarios, sino de un modo muy distinto. Véase, si no, el modo en que se manifestaba sobre ese particular Jules Boucher, alto grado de la Gran Logia de Francia, en declaraciones recogidas por el órgano oficial de dicha logia, la revista Humanisme, en su número de abril 1990: "¿Libertad? La libertad masónica es muy relativa. La masonería ha multiplicado las obligaciones a las cuales debe someterse el francmasón, lo que significa obediencia, y dictado reglamentos draconianos cuya enumeración precisaría un volumen de casi doscientas páginas. ¿Igualdad? La masonería es la negación misma de la igualdad. Sus grados y su jerarquía recuerdan constantemente al francmasón que la igualdad es un mito. ¿Fraternidad? El masón sincero constata con pesar que la fraternidad no es más que una palabra vacía de sentido en su aplicación real". Esto vale como muestra de lo que, desde hace tiempo, se ha convertido ya en táctica habitual de los grupos de poder multinacional, propaladores a través de sus voceros (grandes medios de comunicación) de filantropías y mundialismos de probados efectos hipnóticos sobre las masas, aunque no se trate sino de falacias dirigidas a consolidar la hegemonía de tales grupos, cuyas prácticas constituyen la antítesis de sus espúreas monsergas.
Por lo que se refiere a la participación fáctica de la francmasonería en el proceso revolucionario, ostensible ya desde el primer momento, tampoco escasean los testimonios de la propia casa que reducen a escombros la falacia de la espontaneidad. Figura entre ellos el de M. Zeller, gran maestre del Gran Oriente Francés, quien en 1973, con motivo del bicentenario de la fundación de esa logia, declaraba lo siguiente:"Las logias masónicas fueron el crisol donde se ha formado, desarrollado y enriquecido el pensamiento republicano y progresista. Ellas constituyeron a través de Francia entera una vasta asamblea en el seno de la cual se elaboraron los programas y las perspectivas de lucha que debían permitir el nacimiento y el desarrollo del régimen republicano".
En la misma línea se sitúan las manifestaciones de M. Béhar, gran maestre del Gran Oriente de Francia, a la revista Humanisme, en mayo de 1975: "En Francia, es en el seno de las logias masónicas donde se elaboraron las ideas que han sido en buena medida el motor de la revolución burguesa de 1789"; a lo que la propia revista añadía: "Es conveniente recordar que la francmasonería está en el origen de la Revolución Francesa....Durante los años que precedieron a la caída de la monarquía, la Declaración de los Derechos del Hombre y la Constitución fueron larga y minuciosamente elaboradas en las logias masónicas. Y, naturalmente, desde que fuera proclamada la República Francesa se adopta la divisa prestigiosa que los francmasones habían inscrito siempre en el Oriente de su Templo: Liberté, Egalité, Fraternité".
Más explícito aún habría de ser un francmasón de tronío, el Doctor Encausse, quien en su obra "Traité élémentaire d'occultisme" dejó escritas estas palabras: "Hay ingenuos que abren los libros de Historia donde se encuentra una idílica imagen representando a un señor que gesticula y que grita ¡A la Bastilla! Esos incautos se figuran simplemente que la toma de la Bastilla se efectuó gracias al furor popular desencadenado por el gesto soberbio del tribuno. Sin embargo, yo lamento decirles que se engañan grandemente, pues hicieron falta cuarenta y dos años para preparar el grito de Camille Desmoulins. Para tomar la Bastilla fue necesario que todos los oficiales que debían estar de guardia en Versalles ese día pertenecieran a la orden masónica; hizo falta asegurarse la complicidad de los más altos servidores del rey; y se necesitó que los cañones que sirvieron para la toma de la Bastilla fueran transportados a los Inválidos quince días antes por hombres entregados a la causa. En fin, fue preciso orquestar una revuelta y lanzar a los parisinos al asalto de la fortaleza del Estado".
Los hechos a los que aludiera el Doctor Encausse fueron minuciosamente descritos por Funck-Bretano en "Légendes et archives de la Bastille", un documento riguroso y exhaustivo en el que se desvelan las claves de esa gran falsificación histórica, una más entre otras tantas, así como el papel desempeñado en aquel suceso por las bandas de criminales a sueldo reclutados en Alemania y Suiza por la Logia de los Illuminati, y financiados por los traficantes y agiotistas de Estrasburgo. En esa obra se revela igualmente la identidad de los reclusos de la Bastilla, las famosas "víctimas políticas del absolutismo" liberadas por los asaltantes. Siete eran los prisioneros: de Whyte y Tavernier, dos pobres enajenados que inmediatamente después serían recluidos por el régimen republicano en Charenton; el conde de Solages, un libertino culpable y convicto de crímenes espeluznantes; y cuatro defraudadores; Laroche, Béchade, Pujade y La Corrége, encarcelados por falsificar letras de cambio en perjuicio de dos banqueros parisinos, un hecho que no impediría al sistema plutocrático surgido a raíz de aquel suceso elevarlos a la categoría de víctimas de la tiranía. Peor suerte correrían tres años después los ocupantes de las cárceles y hospicios parisinos del régimen de la "fraternité", ocupantes que fueron masacrados en masa y entre los cuales figuraban delincuentes comunes, enfermos mentales, mendigos y niños abandonados.
En último término convendrá significar que la masonería moderna es, entre otras cosas, sinónimo de plutocracia. No obstante, se engañaría quien pensara que la operatividad de esta organización se reduce a sus objetivos hegemónicos en el terreno económico y político, ya que en el ámbito ideológico ha venido desempeñando asimismo un papel determinante a la hora de conformar la mentalidad actual. Y es que sin el arraigo social de sus falacias humanistas, ese repertorio de tópicos que sirven de cobertura al materialismo moderno, tal hegemonía nunca habría sido posible.
Vistos ya los resortes que desencadenaron la Revolución, es llegado el momento de analizar el desarrollo ideológico y político del proceso revolucionario que dio paso a la instauración en Francia del modelo capitalista y del régimen burgués. Y al hacerlo comprobaremos que la Revolución Francesa no solamente fue el marco embrionario en el que se gestaron las corrientes políticas surgidas posteriormente, sino también la matriz ideológica de casi todos los clichés fraudulentos que conforman la mentalidad actual. Y los que no se fraguaron allí lo habían hecho anteriormente en el otro hemisferio del universo burgués, al otro lado del Atlántico.
Como parece evidente, nada puede ser más oportuno a la hora de iniciar dicho análisis que abordar el contenido del eslógan señero de la Revolución, el ya célebre enunciado "liberté, egalité, fraternité". De lo que se trata, pues, es de escrutar lo que, con arreglo a los hechos, constituía el contenido real de aquella tríada hipnótica.
Efectivamente, lo primero que reclamaba la burguesía emergente era la libertad, pero no tanto la libertad política, que no habría de ser sino un instrumento a su servicio, como la libertad económica, es decir, la de empresa y beneficio, factores imprescindibles para garantizar la consolidación y el desarrollo del capitalismo. Es cierto que la Declaración de Derechos de 1789 no recogió tales conceptos, y ello por dos razones muy simples: la primera, que no era preciso explicitar algo tan obvio para los artífices del nuevo régimen; y la segunda, porque el hacerlo habría despertado el recelo de las masas populares, fuertemente apegadas al sistema económico tradicional, que a través de la tasación y la reglamentación aseguraba en gran medida sus medios de subsistencia.
Pero la dinámica de los hechos demostró desde el primer momento que el liberalismo económico constituía la piedra angular del nuevo régimen. Así, la ley Allarde del 2 de marzo de 1791 suprimió no sólo las prerrogativas reales de la industria manufacturera, sino también las corporaciones y asociaciones gremiales, base de la economía productiva artesanal. Simultáneamente fueron decretadas la libertad mercantil y la libertad laboral, aunque eso sí, en virtud de la ley Le Chapelier del 14 de junio de 1791, quedaron excluidos del nuevo marco "libertario" los derechos de asociación y de huelga.
En el ámbito rural, la redención de las rentas establecida por el Decreto del 3 de mayo de 1790, y la supresión de los diezmos decretada el 11 de marzo de 1791, fueron un malabarismo infame que, además de beneficiar exclusivamente a los propietarios, abocó al campesinado francés a una situación aún peor que la que padecía antes. No en vano se estaban sentando las bases del capitalismo "liberal", en virtud del cual la libertad pasaba a ser una abstracción puramente ornamental para los más, al tiempo que un útil de acaparamiento y poder para una reducida minoría.
Con anterioridad a todas esas medidas, ya en noviembre de 1789 habían sido confiscados todos los bienes eclesiales, a los que se añadirían tiempo después los recursos expropiados a los exiliados del Terror. Fueron los denominados "bienes nacionales", que constituyeron una fuente de beneficios inmensos para la burguesía jacobina, y cuya titularidad pasaría a manos de la nueva clase dominante.
En el terreno de las libertades civiles y políticas, la revolución burguesa dejó bien claro desde el principio cuál era el sentido de su magnánima liberalidad. Ya en los años de la Ilustración, los editores de la libérrima Enciclopedia, Diderot y D'Alembert, se habían dirigido a Malesherbes, responsable de las publicaciones durante el reinado de Luis XVI, para solicitarle la censura y, en su caso, el secuestro de todos aquellos escritos que criticasen la Enciclopedia. Pero el infortunado funcionario, protector y valedor, por otra parte, de los enciclopedistas ante la Administración real, tuvo la mala ocurrencia de rechazar dicha solicitud. Tiempo después, en 1794, habría de pagar muy cara su torpe interpretación de la tolerancia burguesa, siendo guillotinado. Aquello no fue más que un simple antecedente de la tolerancia actual, en cuyo nombre la Inquisición progresista exige el absoluto respeto para sus clichés ideológicos y sus esnobismos sórdidos, mientras reduce al silencio o a la ignominia (cuando no puede ir aún más lejos) a quienquiera que se atreva a rebatirlos.
No obstante los negros presagios enciclopedistas, una vez desencadenado el proceso revolucionario la situación mejoraría ostensiblemente. La libertad religiosa fue abolida, permitiéndose únicamente los cultos disidentes. La libertad de prensa corrió parecida suerte. En 1792, y sólo en París, fueron clausurados de un plumazo once diarios: La Hoja del Día, El Amigo del Rey, La Gaceta Universal, Los Anales Monárquicos, La Gaceta de París, El Diario de París, El Espectador y Moderador Nacional, El Diario de la Corte y de la Villa, El Boletín de Medianoche, El Diario Eclesiástico, y El Logógrafo. Eran todavía los buenos tiempos, pues lo peor estaba aún por ocurrir.
Por lo que se refiere los derechos civiles más relevantes, como el de ingresar en la Guardia Nacional o el de sufragio, ambos estuvieron limitados, con arreglo a los cánones de la democracia censataria, a los ciudadanos activos, esto es, a aquéllos cuyo nivel de rentas les permitía pagar la contribución directa, inasequible para la mayoría. Muy pronto comprobaremos cómo fue modificada temporalmente esa situación durante los momentos álgidos del proceso revolucionario, y de qué forma se restableció después.
Sobre los otros dos términos del tríptico no merece la pena extenderse, ya que hablar de igualdad en un sistema cuyo fundamento social y político es esencialmente oligárquico no pasaría de ser un escarnio. En cuanto a la fraternidad, esa flor que, como todo el mundo sabe, se desarrolla pródigamente en la sociedad competitiva y materialista alumbrada por el capitalismo moderno, bastará con remitirse a las calamidades y matanzas que el nuevo régimen perpetró para consolidarse si se quiere comprender su exacta significación.
Pero el elemento central del sistema burgués a la hora de articular su régimen político, y el que suscitaría, alternativamente, el apoyo y el recelo de las capas subordinadas de la población, fue, sin duda, el concepto de democracia. Y aquí, como en tantos otros aspectos, la Revolución Francesa, en tanto que paradigma del modelo burgués, habría de marcar las pautas y sentar los dogmas vigentes en el mundo actual.
No existe la menor duda acerca de lo que clase burguesa entendía por democracia. De hecho, para los más celebrados teóricos del nuevo régimen político, el modelo a seguir no podía ser otro que el sistema representativo ya establecido con anterioridad en Inglaterra y Norteamérica. El propio Montesquieu, máximo ideólogo de la democracia burguesa, había dejado bien clara su posición al respecto cuando en "El Espíritu de las Leyes" escribiera: "La mayoría de las repúblicas antiguas adolecían de un gran defecto: en ellas el pueblo tenía derecho a adoptar resoluciones activas, que exigen algún tipo de ejecución, cosa de la que aquél es totalmente incapaz. El pueblo debe participar en el gobierno exclusivamente para elegir a sus representantes".
Pero, como resulta obvio, esa concepción tuvo que modificarse circunstancialmente cuando la burguesía precisó del concurso de las masas para doblegar la resistencia aristocrática. Esa fue la razón de que, tres años después de iniciarse el curso revolucionario, la Convención concediera el sufragio general. Lo malo es que tal medida no consiguió colmar las expectativas de las clases populares, convencidas de que sus sacrificios en pro de la causa revolucionaria debían ser retribuidos con mejores recompensas. No menos ajenas a sus pretensiones ilusorias fueron las demagógicas llamadas de los activistas burgueses a la soberanía del pueblo, una mera entelequia que éste acabaría interpretando de modo consecuente al pie de la letra.
Bien es cierto que las florituras de algunos ideólogos burgueses contribuyeron a dotar de tintes más vistosos al nuevo régimen, pero al precio de provocar expectativas imprevistas. Tal fue el caso de Rousseau, que se permitió escribir sobre el parlamentarismo británico en estos esclarecedores términos: "El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca gravemente; solamente lo es durante la elección de los miembros del Parlamento, pero una vez elegidos éstos, es un esclavo, no es nada. En las antiguas repúblicas el pueblo nunca tuvo representante alguno, no se conocía esa palabra....Desde el momento en que el pueblo se da representantes, deja de ser libre, deja de existir". Lo curioso es que, después de su demoledor análisis del sistema representativo, elemental, por otra parte, y tal vez comprendiendo que había ido más allá de lo conveniente, el escritor ginebrino se apresuró a atemperar sus atrevidos juicios mediante una fórmula de compromiso a mitad de camino entre la pseudodemocracia representativa o formal y la democracia real. Fórmula que sería adoptada posteriormente por la demagogia jacobina para granjearse el apoyo de las masas y que podría resumirse en los siguientes puntos: el modelo representativo se aceptaba como el único válido, pero a cambio de ciertas garantías; los diputados elegidos por el pueblo no serían sus representantes, ya que la voluntad soberana es inalienable, sino únicamente sus "comisarios"; y las leyes emanadas de la Asamblea de comisarios carecerían de valor en tanto no hubieran sido refrendadas por el pueblo. Todos estos planteamientos marcan la frontera más lejana a la que, en el plano teórico, llegaría jamás la democracia burguesa, aunque no es necesario decir que ni remotamente han sido nunca llevados a la práctica. Tiempo después el bolchevismo marxista, trasunto perfecto de la dictadura jacobina, iría aún más lejos que aquélla, tanto en su espúrea demagogia como en su totalitarismo criminal.
La retórica democrática de la burguesía surtió pronto los efectos previstos, aunque no tardaron en añadírseles otros menos deseados. A fuerza de vociferar el eslógan de la soberanía del pueblo, éste acabó por tomarlo no como la metáfora hipnótica que en realidad era, sino como una posibilidad real. Buena muestra de ello fue la moción aprobada por las secciones sans-colulottes parisinas, que uno de sus portavoces, el enragé Varlet, redactó en estos términos: "Invitamos al departamento de París, parte integrante del pueblo soberano, a apoderarse del ejercicio de la soberanía; autorizamos al cuerpo electoral de París a renovar los miembros de la Convención traidores a la causa del pueblo".
Pese a todo, ése era un riesgo que la burguesía francesa tenía que correr para abatir tanto a la resistencia interna como a la amenaza foránea, un riesgo calculado e imprescindible en todo caso para consolidar su asalto al poder institucional. De ahí las concesiones del año 1792 a los ciudadanos pasivos, otorgándoles el derecho al voto y la franquicia para ingresar en las filas de la Guardia Nacional, prerrogativas hasta entonces exclusivas de la minoría burguesa que pagaba la contribución censataria. Durante el año siguiente las dificultades acarreadas por la guerra exterior, que en el caso de derrota habría significado el colapso del régimen republicano, obligaron a la burguesía dirigente a paliar la extrema penuria desencadenada por la Revolución mediante una serie de concesiones económicas. El motivo de fondo no era otro que la imperiosa necesidad de ganar la guerra, y para ello no había otro remedio que conciliarse temporalmente con las masas sans-coulottes que nutrían el ejército revolucionario. Un miembro de la Convención, el diputado Baudot, resumiría tiempo después aquellas circunstancias de forma explícita en sus "Notes Historiques" con estas palabras:"Solamente las masas populares podían derrotar a las tropas extranjeras; por consiguiente había que sublevarlas e interesarlas por el éxito de la Revolución. La burguesía, además de pacífica, era poco numerosa para un movimiento de esa envergadura".
El grado de oposición interna y las guerras exteriores marcaron, pues, el pulso y los vaivenes políticos del proceso revolucionario. Cada fracaso militar conducía a una mejora momentánea de las condiciones de vida y de las prerrogativas políticas de las masas; cada victoria, a un debilitamiento de las mismas. Debe especificarse, además, que, en lo fundamental, esas guerras exteriores nunca obedecieron, como a menudo sostiene la intoxicación oficial, a razones de antagonismo ideológico entre la Europa monárquica y la Francia republicana, sino a los sórdidos intereses habituales de quienes desencadenan tales conflictos sin sufrir sus consecuencias. Prueba de ello es que la Inglaterra "democrática" y burguesa, principal antagonista militar de la nueva "democracia" francesa, no se opuso al proceso revolucionario hasta que éste entró en colisión con sus intereses comerciales. Por su parte, la burguesía francesa sufragó los gastos de la Revolución y de la guerra con los bienes expropiados y a través de la inflación, que sumió al país en una penuria calamitosa. No sólo no desembolsó ni un céntimo para costear sus "patrióticas" contiendas, sino que obtuvo de ellas beneficios inmensos merced al negocio de los suministros al Ejército.
A finales del invierno de 1794, ahogada en sangre la oposición interna y conjurada la amenaza exterior, los acontecimientos se precipitaron en la dirección prevista y en la única que podían hacerlo. En marzo era licenciado el Ejército Revolucionario, integrado en su práctica totalidad por descamisados, y pieza clave hasta poco antes tanto de las campañas militares como de la represión interna. Inmediatamente después eran suprimidos los comisarios para la vigilancia del acaparamiento de víveres, y daba comienzo el desmantelamiento de la Comuna y de las unidades seccionarias, núcleos políticos de las organizaciones populares. La depuración iniciada contra los hebertistas en marzo de 1794 siguió su curso implacable a lo largo de todo un año, para culminar en la jornada del 4 Pradial (23 mayo 1795) con la rendición incondicional del barrio Saint-Antoine, último reducto sans-coulotte. Simultáneamente, el proceso de depuración política fue acompañado por una labor paralela de violencia callejera. Dada su condición "pacífica" (según la expresión empleada por el citado Baudot en sus Notes Históriques), la burguesía se sirvió en cada momento de los elementos oportunos para conseguir sus propósitos. Durante el período revolucionario había instigado los más bajos instintos de las turbas para instaurar su régimen de terror y hecho uso de los descamisados para laminar cualquier clase de resistencia. Una vez concluida esa primera fase con sus objetivos cubiertos, usó a las juventudes doradas realistas para liquidar definitivamente los restos del movimientos sans-coulotte.
En agosto de 1795 era promulgada una nueva Constitución, que retornaba al sistema censatario y consagraba explícitamente el poder oligárquico y el beneficio como pilares del régimen republicano. La mascarada sangrienta había terminado.
En el capítulo político-ideológico, al igual que en los restantes, la Revolución Francesa fue un banco de pruebas en el que se desarrollaron la mayor parte de las pautas y estereotipos consagrados posteriormente. No estará de más, por tanto, describir someramente la composición y actitud de las diversas facciones políticas que concurrieron en aquel proceso.
El estamento burgués, auténtico promotor de dicho proceso, estaba integrado por dos grandes grupos, girondinos y jacobinos, cuya equivalencia contemporánea vendría a corresponder a la derecha conservadora y a la izquierda progresista respectivamente. De entonces arranca la falacia de la división entre izquierdas y derechas que tan rentables beneficios ha venido rindiendo al Sistema. También por aquellos años se operó una especie de ósmosis en virtud de la cual se amalgamaron hasta prácticamente confundirse la izquierda burguesa y los elementos más oportunistas y ambiciosos de los estratos populares, algo que desde aquel momento ha venido siendo una constante. Sobra decir que la mentalidad de las diversas facciones que se disputaron el poder político era esencialmente la misma, aunque en no pocos casos sus intereses inmediatos resultaran contrapuestos.
La Gironda representaba a la gran burguesía comercial, cuyos intereses no eran necesariamente antagónicos, sino más bien compatibles, con los de la alta aristocracia. De ahí que su deseo del primer momento fuese una solución a la inglesa, es decir, un régimen parlamentario comandado y compartido por los notables de ambos estamentos. Pero el desarrollo posterior de los acontecimientos la llevaría a adoptar posturas muy diversas que fluctuaron en la medida que lo hicieron los avatares del proceso revolucionario. Hubo momentos en que accedió a una alianza táctica con los sectores más radicales de la Montaña, llegándose incluso a producir un considerable trasvase de diputados girondinos al bando jacobino, alentado por el sustancioso botín que para estos últimos supuso la adquisición de los llamados "bienes nacionales". Pero la preocupación constante de la facción girondina, la razón fundamental de su recelo permanente fue el temor a que el proceso político iniciado para consolidar su posición acabara desbordándose.
Sin embargo, y pese a las inclinaciones de la burguesía girondina hacia una solución de compromiso, éste no pudo alcanzarse, y ello por dos razones fundamentales. La primera, porque tal compromiso conllevaba una serie de reformas económicas acordes con el nuevo modelo capitalista, reformas que suponían la bancarrota total para buena parte de la nobleza y, por tanto, inaceptables para ésta. Y la segunda, y no menos importante, porque de haberse llevado a buen término esa fórmula de compromiso, la posición de la mediana y pequeña burguesía se habría visto relegada a un lugar secundario, y eso era algo que aquélla no estaba dispuesta a permitir. Su firme propósito de participar en el reparto de la tarta llevó, por tanto, a la burguesía jacobina a radicalizar el proceso, para lo cual hubo de desplegar toda su capacidad demagógica y realizar las concesiones ya comentadas al objeto de involucrar en su empresa a las masas. Fue de esta forma como el bando jacobino consiguió hacerse con las riendas de la Revolución. De hecho, todos los mecanismos del Poder estuvieron en sus manos en los momentos álgidos del proceso, y a través de ellos pudo aplastar cualquier oposición disidente y canalizar en su provecho las pretensiones y los excesos de las masas sans-coulottes. A su inicial dominio de la Convención, órgano legislativo que detentaba la "soberanía del pueblo", se uniría posteriormente el acaparamiento casi absoluto de los cargos ejecutivos del Gobierno Revolucionario.
Por otra parte, la hegemonía de la facción jacobina en los centros de poder institucional iba acompañada de una estrategia política extraordinariamente eficaz, y en la que puede reconocerse el modelo prototípico adoptado después por los partidos de izquierda. En efecto, dada la necesidad de contar con un respaldo extendido, la burguesía jacobina se granjeó el apoyo de las masas a través del radicalismo populista, un papel hábilmente interpretado por demagogos de la talla de Danton o Robespierre. Como sería norma posteriormente, ese cometido lo desempeñaron entonces individuos procedentes de la pequeña y media burguesía, con algunas excepciones de baja extracción social (Danton). Un surtido elenco de demagogos y arribistas ávidos por escalar posiciones y codearse con la alta sociedad. Tal vez fuera el infortunado Varlet quien mejor retrató a la izquierda jacobina, a los "patriotas" revolucionarios, cuando en las páginas de su periódico les dedicara estas palabras: "Ayer no teníais otra cosa que un comercio minúsculo, y hoy tenéis almacenes inmensos; ayer no erais sino empleados insignificantes de oficinas y hoy armáis barcos de guerra; ayer vuestra familia tendía la mano al primer llegado, y hoy hace alarde de un lujo insolente. En verdad que ya no me sorprende que haya tantas personas amantes de la Revolución; les ha proporcionado un buen pretexto para acumular patrióticamente y en poco tiempo riquezas sobre riquezas".
Visto ya el cometido político y la procedencia social de los demagogos populistas, cuya plataforma de actuación se situaba en la Convención y en las innumerables sociedades adscritas al Club de lo Jacobinos, no queda sino dirigir la mirada hacia los miembros del Ejecutivo, donde operaban los técnicos. ¿Quiénes eran, pues, esos tecnócratas del Comité de Salud Pública? Por su origen social, la mayor parte de ellos pertenecían a la alta burguesía. Jeanbon Saint-André, director de la Marina, era hijo de un gran fabricante, al igual que Joseph Cambon, máximo responsable de las Finanzas. Robert Lindet, director de las Subsistencias, era hijo de un rico negociante y antiguo procurador del rey. El jefe de la Diplomacia, Bertrand Barère, procedía de una acaudalada familia de juristas y poseía la titularidad del feudo de Vienzac. Lazare Carnot, el organizador del Ejército, era ex-oficial de la Armada Real e hijo de un acaudalado notario.
Unos y otros se complementaban mutuamente. Los tecnócratas conducían con eficacia los intereses vitales del nuevo régimen capitalista, aunque debido a su posición social carecían de la credibilidad necesaria para despejar la desconfianza y el recelo que inspiraban a los sans-coulottes. Y los demagogos políticos de la pequeña y mediana burguesía, faltos de preparación técnica, se encargaban con su retórica populista de interesar a las masas en el éxito de la causa revolucionaria emprendida para la instauración del régimen burgués.
No podrá cerrarse este repaso a las facciones políticas que protagonizaron la Revolución sin aludir al hebertismo, considerado por la mayor parte de los tratadistas como la vanguardia del movimiento sans-coulotte, un término, este último, sumamente genérico, y bajo el que se amalgamó un complejo y heterogéneo amasijo de categorías sociales tan diversas como el maestro artesano y los asalariados que trabajaban para él, el pequeño tendero, el incipiente proletariado urbano, y un variado lastre de buscavidas, aventureros y otras especies de lumpen. El ideario sans-coulotte se resumía en dos puntos: en lo económico, imposición de un máximo a las fortunas, de tal manera que ninguna persona pudiera poseer un patrimonio superior a ese máximo, que se cifró en el equivalente a la pequeña propiedad artesanal o comercial; y en el terreno político, establecimiento de una democracia efectiva, en virtud de la cual las leyes de la Asamblea y los decretos del Ejecutivo carecerían de validez hasta haber sido sancionados por la ciudadanía, que, además, tendría la facultad de controlar y, en su caso, revocar a sus elegidos. Un ideario, huelga decirlo, que chocaba frontalmente con la libertad de empresa y de beneficio y con el modelo representativo postulados por el nuevo régimen capitalista; y una visión de la sociedad que, como también se podrá apreciar, nada tenía en común con las tesis que más tarde iban a elaborar los doctrinarios burgueses del totalitarismo colectivista. Pues bien, la supuesta avanzadilla de esas clases populares eran los hebertistas y cordeliers, una mezcla de medradores pequeño-burgueses (Hebert, Ronsin) y arribistas plebeyos (Chaumette, Rosignol, Santerre) íntimamente vinculados a la burguesía jacobina, y cuyo máximo empeño era encumbrarse política y económicamente a través del acaparamiento de cargos en los Departamentos Ministeriales (especialmente el de la Guerra) del Consejo Ejecutivo, organismo reducido finalmente a la nada por el Comité de Salud Pública. Esta camarilla de oportunistas, que sirvieron a la causa burguesa al tiempo que se servían a sí mismos, habían colaborado estrechamente con el partido jacobino en la eliminación de los actores más desinteresados de aquel funesto episodio, Roux y Varlet, escarnecidos por añadidura con el apodo peyorativo de "enragés", aunque al final, en justo premio a su bajeza, acabaron corriendo la misma suerte que aquéllos.
Apenas concluida la Revolución Francesa, comenzaron ya a manifestarse los primeros efectos de su múltiple herencia ideológica; y no solamente merced a los postulados políticos, económicos y sociales propios del sistema capitalista que instauró, sino también a través de los esbozos colectivistas pergeñados por uno de sus herederos inmediatos, el agrimensor y geómetra Gracchus Babeuf. Comenzaban así los análisis superficiales y en clave exclusivamente material de las sociedades humanas, y se iniciaba la siniestra dinámica de las alternativas materialistas y economicistas al materialismo y el economicismo burgués, elaboraciones todas ellas producto de una misma mentalidad. Los utopismos rudimentarios de Babeuf serían recogidos y perfilados más tarde por Buonarrotti, Blanqui y otros ideólogos burgueses del colectivismo, para desembocar finalmente en el socialismo científico del "proletario" Carlos Marx, quien, refundiendo las provechosas enseñanzas de la dictadura jacobina con su gélida pseudociencia, pudo alumbrar por fin la fórmula magistral. Pero éste es un tema del que nos ocuparemos más adelante.
No podrá cerrarse este análisis sin aludir a otros dos importantes aspectos en los que la Revolución Francesa fue precursora y pionera. Se trata del totalitarismo y del genocidio, dos temas de permanente actualidad en nuestros días, y que el sistema capitalista no deja de instrumentalizar, aunque tales lacras, como tantas otras que han asolado el mundo moderno, hundan sus raíces precisamente en las concepciones ideológicas alumbradas por las revoluciones burguesas.
No había transcurrido mucho tiempo desde que el Comité de Salud Pública fuese creado (6 Abril 1793) cuando, en el verano de ese mismo año, comenzó a gestarse la dictadura jacobina que muy pronto se iba a implantar. Un hecho, por otra parte, en el que la propia estructura organizativa del bando jacobino desempeñaría un papel determinante. En efecto, el Club de los Jacobinos se había convertido desde bastante antes en una perfecta maquinaria de poder; un entramado que, en palabras de uno de sus dirigentes, Camille Desmoulins, "abarcaba en su correspondencia con sus sociedades filiales todos los rincones y recovecos de los ochenta y tres Departamentos franceses". Esa estructura, perfectamente coordinada bajo la dirección de la matriz parisina, dispuso desde el principio de una capacidad operativa muy superior a la de cualquier otra organización de su tiempo. De hecho, y aunque no adoptara ese nombre, se trataba del primer partido político de la era moderna y de la única estructura de mando plenamente consciente de su poderío en aquel momento. Baste con significar que el Club de los Jacobinos llegó a contar con una red de 3.000 sociedades y alrededor de 40.000 comités repartidos a todo lo ancho del país.
La inspiración netamente despótica del Gobierno Revolucionario constituido en la primavera del año II (1793), se fue perfilando a lo largo del verano hasta desembocar en el Decreto del 14 Frimario (4 Diciembre 1793), que consagraba definitivamente la dictadura del Terror. Las pautas del llamado Gobierno Revolucionario habían sido diseñadas por el jacobino Saint-Just en su informe del 10 de octubre de 1793, informe adoptado por la Convención y a raíz del cual quedaron suspendidas la Constitución, la división de poderes y los derechos individuales, lo que, sumado a la creación de un Tribunal Revolucionario sumarísimo, dio paso al primer ensayo totalitario de la era moderna. Tales medidas eran ratificadas y reforzadas poco después por el citado Decreto del 14 Frimario y por sendos informes de Robespierre (25-Diciembre-1793 y 5-Febrero-1794).
Por lo que se refiere a los pretextos esgrimidos por los modernos apologistas de la dictadura jacobina, que significativamente son los mismos que en su día justificaron el totalitarismo soviético, bastará con acudir a los hechos para constatar que tales pretextos no fueron nunca otra cosa que burdas patrañas carentes del menor fundamento. Las falacias exculpatorias se resumen en dos: la amenaza exterior, representada por los ejércitos realistas extranjeros, y el peligro interno, encarnado en los elementos contrarrevolucionarios. Razones, todas ellas, de indudable peso si se considera que la fecha en que era refrendada la Dictadura del Terror (10-Octubre-1793) coincidió precisamente con el momento en que las citadas amenazas estaban por vez primera bajo control del régimen republicano. En el interior, los últimos restos del federalismo girondino, que nunca constituyó un peligro real, sino más bien un recurso propagandístico, habían sido definitivamente laminados tras la caída de la municipalidad de Burdeos (18-Septiembre-1793) y la toma de Lyon (9-Octubre-1793). Paralelamente, el 17 de octubre de ese mismo año los últimos resistentes de la Vendée eran aplastados en Cholet. En lo concerniente al frente exterior, la amenaza de invasión había desaparecido por completo en los comienzos del otoño de 1793; más aún, la victoria de Watignies del 16 de octubre sobre los coaligados marcaba el vuelco de la balanza en favor de las armas republicanas.
No fueron, por tanto, esos peligros ya conjurados lo que la burguesía jacobina se propuso erradicar, sino la competencia de todo cuanto pudiera suponer una merma en su ejercicio absoluto del poder. De ahí que el primer objetivo a abatir fuesen las unidades militares y las organizaciones seccionarias sans-coulottes, utilizadas hasta entonces como fuerza de choque brutal para laminar a sus primeros oponentes, pero que, una vez reducidos éstos, pasaron a convertirse en un peligroso estorbo que era preciso neutralizar. Pero una vez alcanzados sus primeros objetivos la maquinaria represiva emprendió una dinámica ciega y feroz que golpeaba indiscriminadamente a todo lo que se interpusiera en su camino, una dinámica en la que el poder y el terror ya no se justificaban más que en sí mismos y en su lógica criminal.
A través de los dos organismos que asumieron los poderes excepcionales, el Comité de Salud Pública y el Comité de Seguridad General, la burguesía jacobina pudo instaurar un régimen de dominio cuya naturaleza difería cualitativamente de todo lo conocido hasta entonces. De hecho se trataba de una forma de Poder que, tanto por sus resortes ideológicos, como por sus procedimientos, rebasaba ampliamente los viejos esquemas del absolutismo del Antiguo Régimen. Dicho con otras palabras, lo que se estaba gestando en aquel episodio no era otra cosa que el basamento del totalitarismo moderno. Y así lo vio, adelantándose incluso al desarrollo de los hechos, el enragé Leclerc, quien supo vislumbrar la naturaleza de las primeras propuestas de Danton, en el verano de 1793, cuando éste abogara por convertir el Comité de Salud Pública en un órgano de gobierno dotado de poderes excepcionales. "En esa masa de poderes reunidos -apuntó premonitoriamente Leclerc-no veo otra cosa que una dictadura espantosa".
En cuanto a la filosofía que inspiró el régimen de Terror instaurado por la dictadura jacobina, nada mejor para captar su alcance y significado que reproducir los términos empleados por el dirigente Couthon, términos que serían recogidos por la ley represiva del 24 Pradial del año II (10-Junio-1794): "Se trata menos de castigar a los enemigos de la Revolución que de exterminarlos".
Todo lo dicho guarda, a su vez, un estrecho parentesco con otro de los temas apuntados, el genocidio, pues eso, y no otra cosa, fueron las matanzas perpetradas en la Vendée por la filantropía revolucionaria. Vaya por delante el hecho de que, del aluvión de víctimas causadas por la represión y el Gran Terror, aproximadamente un 86% se registraron en las capas sociales inferiores. Una circunstancia, por otra parte, que desde entonces ha venido siendo la norma de todas las revoluciones desencadenadas para "liberar" a los parias.
Hoy son ya bien conocidas la sevicia y la saña con que el régimen jacobino combatió a sus adversarios, en primera instancia, y seguidamente a todo aquél que no comulgara con sus procedimientos. De la dureza con que fueron reprimidos sus oponentes dan buena cuenta varias órdenes oficiales dirigidas por el Comité de Salud Pública a sus delegados departamentales. Sirva como muestra al respecto el decreto dictado en 1794 para aplastar la rebelión lionesa: "La ciudad de Lyon debe ser destruida. Sobre sus ruinas se levantará una columna que dará testimonio a la posteridad de los crímenes y el castigo de los realistas de dicha ciudad con esta inscripción: Lyon combatió contra la libertad; Lyon dejó de existir".
Pero donde sin ninguna duda desplegó el Terror jacobino su más abyecta política exterminadora fue en las regiones del noroeste, y especialmente en la Vendée. La proclama emitida por la Convención burguesa tan pronto como tuvo noticia del levantamiento vendeano no dejaba lugar a dudas sobre el fanatismo criminal con que se iba a desarrollar la represión subsiguiente: "Se trata de exterminar a los bandoleros de la Vendée para purgar completamente el suelo de la libertad (sic) de esa raza maldita".
¿Y quiénes eran esos "bandoleros" a los que había que exterminar? En la Vendée, sencillamente toda la población. Una población que, dicho sea de paso, se había decantado en los primeros momentos por el nuevo régimen revolucionario, pero que, al igual que ocurriera en otros lugares de Francia, acabó levantándose contra las arbitrariedades, las tropelías, la desolación y la miseria provocadas por aquél. Las levas masivas decretadas por el poder republicano supusieron el acicate definitivo para el desencadenamiento de la insurrección. Acto seguido, se sucedieron los pronunciamientos criminales de la Convención. "Se trata de despoblar la Vendée", rezaba uno de ellos, cosa que fue llevada a cabo de manera sistemática mediante una política de matanzas indiscriminadas de todo cuanto se tuviera en pie: prisioneros, ancianos, mujeres, aunque estuvieran encintas, y niños. Como la destrucción debía ser completa, la Convención elevó sus resoluciones al Comité de Salud Pública para que el territorio rebelde fuera devastado, una de las cuales decía así: "No se ha incendiado bastante en la Vendée; es preciso que durante un año ninguna persona, ningún animal, encuentren subsistencia en ese suelo".
Lo realmente significativo, pues, del impulso que movió a los pregoneros de la "libertad", la "fraternidad" y los "derechos del hombre", fue su afán no ya de derrotar al oponente, sino de exterminarlo. Buena prueba de ello es que la represión y las matanzas se prolongaron bastante tiempo después de que la rebelión hubiese sido aplastada. Los ahogamientos en masa perpetrados en Nantes en diciembre de 1793, con la situación totalmente controlada por el poder republicano desde varios meses antes, son uno de los varios ejemplos que podrían citarse a este respecto. Centenares de personas fueron ahogadas en dicha localidad tras ser amarradas a embarcaciones provistas de un dispositivo para que se hundieran. En relación con aquel, suceso siniestro aún podría citarse la sangrante anécdota de la amonestación que el Comité de Salud Pública dirigiera a su comisario en la zona, Carrier, por haberse permitido enviar a París 110 detenidos para que el Tribunal Revolucionario los juzgase formalmente, en lugar de liquidarlos in situ sin más miramientos.
El episodio vendeano, por tanto, no fue otra cosa que un genocidio en toda la regla y con todos los ingredientes de éste, a saber: propósito de exterminio y no de simple doblegamiento del adversario; represión indiscriminada dirigida contra toda la población; y alevosía manifiesta en la prolongación de las matanzas una vez que el enemigo ya ha sido sojuzgado, obedeciendo todo ello a un plan consciente y sistemático trazado desde las altas instancias del Poder.
Resumir en media docena de líneas todo lo dicho a lo largo de este epígrafe podría parecer imposible, pero no lo es. Léase, si no, y léase con atención, el contenido de un escrito confidencial que el aristócrata jacobino Mirabeau le envió a Luis XVI durante los primeros meses de la Revolución con el evidente propósito de hacerle ver las ventajas del nuevo Poder que ya despuntaba sobre el viejo y caduco autoritarismo monárquico. Esto era lo que Mirabeau le decía al monarca francés: "Comparad el nuevo estado de cosas con el Antiguo Régimen, pues es ahí donde nacen los consuelos y las esperanzas. Una parte de las actas de la Asamblea, y la más considerable, es favorable al gobierno monárquico....La idea de no formar más que una sola clase de ciudadanos habría gustado a Richelieu; esa superficie igual facilita el ejercicio del Poder. Varios reinados de un gobierno absoluto no habrían hecho tanto por la autoridad real como este único año de Revolución".
En aquellas breves líneas estaba condensado de manera magistral y con muchas décadas de adelanto el trasfondo del nuevo Poder y la naturaleza de la nueva sociedad que las revoluciones burguesas iban a alumbrar. En una pocas palabras se apuntaba con diabólica perspicacia la magnitud de un dominio asentado y ejercido sobre una masa uniformizada.