EL NUEVO ORDEN MUNDIAL
por Martín Lozano
GÉNESIS Y DESARROLLO DEL CAPITALISMO MODERNO
"Los grandes bandidajes solamente pueden darse en naciones
democráticas en las que el gobierno está concentrado en pocas
manos".
Alexis de Tocqueville
"Guste o no, tendremos un Gobierno Mundial. La única
cuestión es si será por concesión o por imposición"
James P.Warburg
"Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué
se convierten sino en bandas de criminales a gran escala? Y esas bandas ¿qué
son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un
jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la
ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se le van sumando nuevos
grupos de bandidos y llega a crecer hasta ocupar posiciones, establecer
cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos. Abiertamente se autodenominan
entonces reino, título que a todas luces les confiere no la ambición
depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda profundidad le respondió al
célebre Alejandro un pirata caido prisionero, cuando el rey en persona le
preguntó: ¿qué te parece tener el mar sometido a pillaje? Lo
mismo que a tí, le respondió, el tener al mundo entero. Solamente
que a mí, que trabajo en una ruin galera, me llaman bandido, y a tí,
por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador".
Agustín de Hipona
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CAPÍTULO I
LOS CIMIENTOS DEL EDIFICIO: DE LOS ALBORES A LA CONSOLIDACIÓN
I.1. MERCADERES DEL MEDIEVO Y MAGNATES RENACENTISTAS
Ya en una fase tan temprana de la alta Edad Media como el siglo sexto,
Gregorio de Tours narra que, con motivo de la entrada del rey
Gontran en Orleans, acaecida el año 585, el monarca fue aclamado por la
muchedumbre
"en latín y en la lengua de los sirios".
Poco después, en el 591, el rey Clotario concedía la sede
episcopal de París a un acaudalado mercader sirio, tras el oportuno
desembolso por parte de éste de una importante suma pecuniaria. No
obstante, la numerosa presencia de mercaderes y negociantes sirios en la Europa
medieval desapareció casi por completo, y por causas escasamente
conocidas, hacia principios del siglo IX, momento a partir del cual su lugar sería
ocupado por sus principales competidores, los comerciantes judíos.
Durante los cinco siglos siguientes, la trayectoria de los mercaderes
israelitas en territorio europeo se verá envuelta en una compleja sucesión
de éxitos económicos y de vicisitudes políticas de muy
diverso signo. Duramente tratados por varios monarcas visigodos y burgundios, su
momento de mayor esplendor e influencia se producirá en la Francia
Carolingia, período después del cual sus condiciones fueron
empeorando progresivamente hasta desembocar en la expulsión decretada en
1306 por el rey Felipe el Hermoso, que confiscó todas sus propiedades. A
partir de aquel suceso habrá que esperar tres siglos para advertir
nuevamente la presencia de los empresarios y banqueros judíos en los
primeros lugares de la economía europea, coincidiendo con la gran eclosión
mercantil y financiera que se produjo a lo largo del siglo XVII en los Países
Bajos. Desde entonces, y ya sin interrupción, su auge no haría
sino ir en aumento.
Pero el interdicto del trono francés no afectó únicamente
a los negociantes hebreos, sino que se hizo extensivo a los otros dos grandes
poderes económicos de la época: los
Templarios y
los mercaderes lombardos, aunque los resultados del golpe fueron distintos en
cada caso. Así, mientras que la Orden del Temple, principal potencia
financiera por entonces, se precipitó a raíz de aquel evento en
un declive irremisible en prácticamente todo el occidente europeo, para
los empresarios lombardos el suceso apenas supuso un contratiempo limitado al
territorio francés y al reinado del citado monarca. En sus restantes
dominios, y muy especialmente en el ámbito mediterráneo, su poderío
permanecería inalterable, hasta el punto de poder afirmarse que con ellos
se inició la configuración de los elementos que iban a dar paso al
capitalismo renacentista y moderno.
No obstante, dentro de la denominación genérica de lombardos
debe significarse la existencia de dos grupos claramente diferenciados, tanto
por sus actividades mercantiles como por los métodos y procedimientos que
caracterizaron a cada uno de ellos. Tales fueron, de un lado, los mercaderes
florentinos, y de otro, los grandes empresarios genoveses y venecianos. En
cualquier caso, la preponderancia económica alcanzada por todos ellos a
partir del siglo XIV se hizo ostensible no solamente en la cuenca mediterránea,
sino también en países como Alemania, Francia o Inglaterra, al
punto que durante las tres centurias siguientes la denominación de
lombardo fue sinónimo en toda Europa de prestamista usurario.
Si fuese preciso citar un nombre paradigmático de la influencia y el
poderío alcanzados por los magnates florentinos, éste no podría
ser otro que el de la familia
Médicis, cuya trayectoria
e intereses discurrieron por lo regular íntimamente ligados a los del
Estado Vaticano. De hecho, Juan de Médicis, fundador de
la dinastía, fue el banquero oficial de los papas
Juan XXII
y
Martín V, siendo su hijo Cosme quien gestionó
y administró todos los movimientos de fondos destinados a financiar el
Concilio de Basilea de 1431. Pero el momento de máximo esplendor de la
familia se iba a alcanzar con un biznieto de Juan de Médicis, Lorenzo el
Magnífico, quien tomó parte activa en casi todas las disputas y
querellas europeas de su época, aunque el escaso tino que demostró
en tales menesteres le acarreó un cúmulo de reveses y enemistades
que acabarían provocando el declive político y financiero del
clan. Pese a todo, la saga de los Médicis aún sobrevivió
durante largos años a su decadencia, como lo demuestra el hecho de que
dos de sus miembros se sentaran en el solio pontificio (
Clemente VII
y
León X) y otros dos alcanzaran la dignidad real (
Catalina
y
María de Médicis, ambas reinas de Francia).
Entre las notas que caracterizaron la metodología operativa de los
comerciantes florentinos merecen significarse su inclinación por los
procedimientos de componenda negociada, ciertamente inusuales en una época
más proclive a la confrontación, y la preponderancia que
concedieron en sus operaciones comerciales a los aspectos financieros sobre los
de índole estrictamente mercantil. Más que comerciantes, pues,
fueron traficantes en dinero, es decir, banqueros. De su pericia negociadora, de
la que ellos mismos se ufanaban, da buena prueba el hecho de que Florencia fuese
el único Estado del occidente europeo que mantuvo por entonces excelentes
relaciones con el Imperio Otomano, relaciones en las que el lucro y el beneficio
primaron en todo momento sobre cualquier otra consideración.
Por lo que se refiere a las peculiaridades psíquicas propias del
sujeto mercantil, eso que en un alarde eufemístico ha dado en calificarse
como
"virtudes burguesas", bien podría decirse que éstas
alcanzaron en los negociantes florentinos su más nítida
manifestación. Como será fácil advertir, nos estamos
refiriendo a la racionalización a ultranza de la administración
económica y, por extensión, de la vida en general, de la
austeridad, la diligencia, la economicidad, la laboriosidad, la templanza y demás
atributos prototípicos de la mentalidad mercantilista. Atributos que una
mistificación secular de muy diverso signo ha venido presentando bajo la
forma de otras tantas categorías morales, cuando lo cierto es que nunca
tuvieron otra causa o razón de ser que el puro y simple utilitarismo. Y
buena muestra de ello nos la ofrece un próspero mercader florentino de la
época,
Leon Battista Alberti, cuyos escritos
constituyen un documento de inapreciable valor para comprender la mentalidad que
impregnaba el quehacer de la burguesía emergente del momento. Por otra
parte, las reflexiones de dicho personaje, recogidas en un libro titulado
"Del
Goberno della Famiglia", gozaron ya en su época, y durante
mucho tiempo después, de una notable popularidad, y en ellas puede
encontrarse un perfecto prontuario del espíritu florentino, en concreto,
y de la mentalidad mercantilista en general. De hecho, todos los preceptos y
recomendaciones de tales escritos se verían reproducidos casi con
exactitud en textos muy posteriores y de muy diversa nacionalidad.
Así, tras pasar revista en su obra a las ya mencionadas cualidades "morales"
que deben presidir la vida del buen mercader, el florentino Alberti deja
traslucir la razón última de tanta virtud con frases como éstas:
"Hijos
míos, sed caritativos como lo manda nuestra santa Iglesia, pero preferid
el amigo afortunado al desgraciado, y el rico al pobre. El mayor arte de la vida
consiste en parecer caritativo y superar al astuto en astucia";
"La honestidad es siempre la mejor maestra de la virtud, la más
fiel compañera de las buenas costumbres, la madre de una existencia
feliz. Nos es extraordinariamente útil, porque si nos consagramos sin
descanso al cultivo de la honestidad seremos ricos y nos ganaremos el elogio y
la veneración generales".
Está bien claro, pues, que las tan manidas virtudes burguesas no
fueron nunca sino un cúmulo de estereotipos, o lo que es lo mismo, una
serie de condicionantes imprescindibles en determinadas circunstancias para la
prosperidad y buena marcha de los negocios. Estereotipos, en definitiva, que en
modo alguno constituyen los rasgos esenciales y definitorios del capitalismo,
que podrá ser austero u ostentoso, pacato o libertino, negociador o
brutal, según convenga en cada momento y circunstancia, pero cuya genuina
caracterización vendrá siempre marcada por una visión
economicista, utilitarista y materialista de la existencia. Es esto último
lo que constituye la auténtica esencia de la idiosincrasia burguesa, algo
que, en rigor, no podría asimilarse hoy al capitalismo de manera
restrictiva, sino, más propiamente, a la mentalidad contemporánea
en su totalidad, y ello por la sencilla razón de que los fundamentos
esenciales del capitalismo moderno (materialismo, positivismo, economicismo,
utilitarismo, etc.) fueron la matriz ideológica en la que se inspiraron
las doctrinas supuestamente antagónicas surgidas con posterioridad.
Todo apunta, por tanto, al siglo XIV como el punto de partida de la
mentalidad mercantilista moderna, y no sólo por la forma en que ésta
se iba plasmar en los agiotistas florentinos y en otros traficantes coetáneos
suyos, sino también por el clima de apego desmedido a los bienes
materiales que por entonces comenzó a generalizarse, y del que dan buena
cuenta numerosos testimonios de la época. Precisamente, uno de los
sectores donde con mayor virulencia se manifestó ese "lucri rabies"
del que hablan las crónicas fue el eclesial. El propio Alberti, nada
sospechoso de tendenciosidad al respecto, señalaría más de
una vez en sus escritos que la codicia y el afán de lucro desmedido eran
rasgos sumamente extendidos entre los clérigos de su tiempo. Del papa
Juan XXII escribió el comerciante florentino en estos términos:
"Tenía
defectos y, sobre todo, aquél que, como es sabido, es común a casi
todos los clérigos: era codicioso en grado sumo".
Pero el mal, restringido en un principio a determinados círculos
sociales (la putrefacción comienza siempre por arriba), no tardaría
en extenderse al resto de la población, muy especialmente en los países
de mayor desarrollo mercantil de la Europa occidental (Italia, Alemania,
Francia). Así habrían de reflejarlo fuentes tan heterogéneas
como los cantares del Carmina Burana, la "Descripción de Florencia"
de Dante, o los escritos posteriores de
Erasmo de Rotterdam,
en uno de los cuales se lamenta de que
"todo el mundo obedece al
dinero", una descripción de su época que a buen seguro
le habría parecido exagerada de haber conocida la sociedad de consumo
actual.
Con todo, el acontecimiento más significativo de la mentalidad económica
surgida en la época renacentista no sería tanto el auge del
mercantilismo como la irrupción del préstamo pecuniario a modo de
herramienta comercial de primera magnitud. Una práctica hasta entonces
secundaria y casi restringida al círculo de los agiotistas judíos,
y que a partir del siglo XIV comenzó a convertirse en un instrumento
fundamental del nuevo sistema económico. Iniciaba así su andadura
el capitalismo financiero, que no representa sino un eslabón superior, un
salto cualitativo respecto del capitalismo meramente mercantil, y cuyas funestas
consecuencias habrían de hacerse bien patentes con el transcurso del
tiempo. Dado que en el marco implantado por el capitalismo financiero queda
eliminada toda noción de corporeidad, el acto económico se
convierte en algo de naturaleza puramente abstracta, posibilitándose con
ello el lucro a costa del trabajo de terceros y, lo que es peor, el dominio
absoluto de toda la realidad económica, política y social. Añádase
a esto el hecho de que el sistema monetario está desde hace tiempo en
manos de las grandes entidades financieras, lo que les confiere a éstas
la potestad no ya de traficar con el dinero ajeno, sino incluso de crearlo de
la nada, consolidando de esta forma su dominio a partir de una entelequia
irreal. Una circunstancia que Frederick
Soddy, nobel de Economía
en 1921, calificaría certeramente con estas palabras:
"el
rasgo más siniestro y antisocial del dinero escriptural es que no tiene
existencia real".
Finalmente, no podrá cerrarse este epígrafe sin poner de
manifiesto las notables diferencias existentes entre el concepto de "libre
mercado", tal y como era entendido éste en la época
renacentista, y el que sostiene la ideología actual, diferencias debidas,
naturalmente, a la inexorable dinámica expansiva propia de la economía
capitalista. En efecto, la libre actividad comercial de entonces, contrariamente
al modelo actual, estuvo sometida en sus inicios a una serie de restricciones
elementales absolutamente impensables hoy. De hecho, en los albores del
capitalismo la competencia mercantil no constituía un principio supremo
al que pudiera apelarse para traspasar ciertos límites considerados
entonces infranqueables. Límites entre los que figuraban el abaratamiento
intencionado de precios para arruinar al competidor, o la propaganda destinada
tanto a sobrestimar los propios productos como a menospreciar los de cualquier
otro comerciante. No hará falta comentar que en la época actual,
en que el principio del lucro y del beneficio prevalece sobre cualquier otra
consideración, aquellos antiguos escrúpulos, por elementales que
pudieran parecer, serían considerados irrisorios. Lo mismo podría
decirse de la austeridad y el recato postulados por los doctrinarios del
capitalismo temprano, conceptos que por entonces no limitaban su aplicación
a la administración de los negocios, sino que se hacían extensivos
a la propia vida privada, y ello por las razones de utilidad ya comentadas. Es
evidente que, con el transcurso del tiempo, aquel afán economizador en la
gestión comercial no sólo se ha mantenido, sino que, en virtud de
uno de los principios esenciales del mercantilismo contemporáneo (la
reducción de costes), se ha acentuado progresivamente. Sin embargo, la
vida social y la esfera privada de los grandes magnates económicos hace
ya largo tiempo que no participan de los esquemas arcaicos, constituyendo, por
el contrario, un verdadero alarde de lujo y ostentación. Lo que pone de
manifiesto una vez más la naturaleza de esos estereotipos aglutinados
bajo el tópico de las "virtudes burguesas", meros
convencionalismos circunstanciales de los que se prescindió tan pronto
como dejaron de ser necesarios.
Así pues, el concepto de libre mercado, tal y como es entendido en el
presente, y la idea de una publicidad dirigida a perseguir y asaltar a los
potenciales clientes, era algo totalmente extraño a la mentalidad
predominante por aquel entonces. En ningún código ideológico
o moral de la Europa renacentista tuvieron cabida semejantes conceptos, con la
única excepción de la literatura rabínica y, más
concretamente, del Talmud. Y aunque este último hecho no carezca de
importancia, tampoco constituye la clave que sirva para explicar de manera
concluyente la irrupción y el asentamiento del modelo capitalista, como
determinados tratadistas (Sombart entre los más notables) han pretendido
explicar. Baste decir al respecto que dicho modelo económico debió
buena parte de su arraigo a la activa participación de individuos y
sectores sociales cuyo acervo cultural e ideológico poco tenían
que ver con el judaico. Menos consistente aún es el argumento de la teórica
incompatibilidad entre el capitalismo y el código religioso vigente en la
Europa renacentista, ya que en tiempos de putrefacción los reglamentos
morales no son sino letra muerta, o peor aún, meras herramientas de sórdida
instrumentalización.
Todo lo apuntado no impide ser cierto el importante papel desempeñado
por la plutocracia judía en la consolidación del capitalismo, al
punto que todo intento por describir la evolución y el desarrollo de la
sociedad moderna prescindiendo de dicha participación sería tanto
como falsificar la Historia, además de suponer un injusto escamoteo de
los méritos contraídos por la oligarquía israelita con el
sistema vigente y tan unánimemente ensalzado en la actualidad. Por lo demás,
no deja de ser paradójico que hayan sido precisamente autores hebreos
quienes con más claridad y rigor han escrito sobre este asunto hoy tabú
(Bernard
Lazare, Marcus
Ravage, Artur
Koestler, Benjamín
Beit, Alfred
Lilienthal, etc.). Autores que constituyen la mejor fuente de
información al respecto, además de la única a la que los
intoxicadores de oficio no podrán aplicar el acostumbrado sambenito del
antisemitismo.
Dicho esto, volvamos, pues, al tema apuntado líneas atrás,
esto es, al reglamento talmúdico, para significar que, efectivamente, son
varios los preceptos de ese código que recogen el principio en virtud del
cual la conducta de sus seguidores deberá atenerse a normas distintas según
se trate de miembros de su comunidad o de individuos ajenos a ella. A estos últimos,
es decir, a los goim (término mediante el que se designa a los no-judíos),
es lícito "mentirles y trampearlos". Una concepción que,
aplicada al terreno mercantil, alcanzaría uno de sus momentos álgidos
en la Polonia del Antiguo Régimen, tal y como lo refleja un apunte sobre
el particular tan poco sospechoso de animosidad como el del rabino e historiador
Heinrich
Graetz, quien describió el proceder de los
mercaderes hebreos de aquella época con estas palabras:
"Líos
y tergiversaciones, artimañas jurídicas, chocarrería y una
cerrazón total ante todo lo que se hallase fuera de su horizonte, en eso
consistía la esencia y forma de vida de los judíos polacos.....La
honradez y la rectitud les eran tan ajenas como la sencillez y la veracidad.
Esta cuadrilla asimiló las mañosas enseñanzas de las
escuelas superiores (rabínicas) y las utilizaba para engañar a los
menos astutos, experimentando con ello una especie de gozo triunfal. Claro es
que su argucias difícilmente podían emplearlas contra sus hermanos
de religión, que se las sabían todas; pero el mundo no-judío
con que trataban sufrió en sus propias carnes la superioridad del ingenio
talmúdico del judío polaco....La depravación de los judíos
polacos acabó volviéndose contra ellos de manera sangrienta, y
tuvo como consecuencia el que la restante judería europea se contagiara
durante un tiempo del modo de ser polaco. Con la emigración de los judíos
polacos (a raíz de las persecuciones cosacas) se polonizó, por así
decirlo, todo el mundo judío".
En cualquier caso, y situándonos en el momento presente, la cuestión
principal hoy ya no es tanto la libertad estrictamente mercantil, que incluso
podría considerarse como un asunto menor, sino el libertinaje que preside
el movimiento del capital transnacional y la impunidad con la que operan los
grandes traficantes financieros. Y todo ello al amparo del "libre mercado",
una falacia refrendada por todos los foros políticos subordinados a la
Alta Finanza mundial, entre los que figura por méritos propios el
engendro pergeñado en Maastricht.
En eso, en el dominio absoluto de una reducida oligarquía, consiste
el concepto de "libertad" alumbrado por el modelo capitalista, gracias
al cual ha podido configurarse una sociedad de siervos alienados y envilecidos
por el consumo material.
I.2. EL NACIMIENTO DE LA EMPRESA CAPITALISTA
Si, como hemos visto, el carácter usurario y especulador del
capitalismo emergente se encarnó en los mercaderes y banqueros florentino
del siglo XIV, la otra faceta del nuevo sistema económico, esto es, la
predadora y coercitiva, se materializaría en los comerciantes venecianos,
auténticos precursores de la moderna mentalidad empresarial. Dos facetas,
entiéndase bien, que en la práctica de los hechos han caminado
indisolublemente unidas, aunque en el plano meramente teórico la
explicación de ciertos acontecimientos pueda resultar más
asequible recurriendo a categorías más o menos convencionales.
Los inicios del auge comercial veneciano se remontan al siglo XI, durante el
cual el Imperio Bizantino concedió a los negociantes de esa ciudad el
derecho a establecer en sus dominios agencias comerciales libres de tasas. Pero
fue en el siglo XIII, tras la expulsión de las huestes sarracenas de
Sicilia y de otros enclaves de la zona, cuando la flota veneciana pasó a
convertirse poco menos que en la dueña del comercio marítimo
mediterráneo.
Si hay un rasgo que singulariza a los empresarios-navegantes venecianos,
distinguiéndoles así del proceder florentino, fue su proclividad a
la acción militar para llevar a cabo sus proyectos de expansión
comercial. Bien podría decirse, por tanto, que con ellos el rudimentario
bandolerismo medieval se organizó y estructuró bajo el signo de la
empresa. En efecto, a lo largo de la Edad Media el asalto y el pillaje habían
constituido una práctica frecuente entre buena parte de la nobleza
europea. Este fenómeno se manifestó con especial virulencia en
Francia y, muy especialmente, en territorio alemán, donde casi alcanzaría
características de epidemia. Las correrías expoliadoras de los
caballeros salteadores germanos, los célebres raubritter, llegaron a
configurar un clima social conocido en aquel país como
"la ley
del puño". Pero ese tipo de acciones tuvo siempre un carácter
anárquico y ocasional, totalmente desprovisto de cualquier cálculo
o plan orientado a la consecución de un objetivo ambicioso. Pura
improvisación, en suma, sin el menor atisbo de lo que pudiera definirse
como una auténtica empresa.
En el proceder de los magnates venecianos, por el contrario, el pillaje
alcanzó cotas de organización verdaderamente empresarial, con toda
una maquinaria bélica puesta al servicio de un proyecto lucrativo
minuciosamente estructurado. Tanto es así que el término
"corsar"
fue utilizado en las actas mercantiles venecianas de forma absolutamente
natural, sin el menor matiz infamante o peyorativo. Estas prácticas,
compartidas igualmente por otras ciudades italianas (Génova, Pisa,
Amalfi), se extendieron con el transcurso del tiempo a varios países
europeos, llegando a alcanzar en algunos de ellos caracteres de auténtica
institución social. Tales fueron los casos de Francia, Holanda y, muy
especialmente, de la nación corsaria por excelencia, esto es,
Inglaterra..
La piratería francesa, que durante el siglo XVI se nutrió
preferentemente de elementos procedentes de la pequeña nobleza
protestante, alcanzó su apogeo a mediados del siglo XVII con las
flotillas de bucaneros y filibusteros que operaban en aguas de las colonias
caribeñas hispanas.
Empresas corsarias, y no otra cosa, fueron también la grandes compañías
comerciales de los siglos XVI y XVII (Compañías de Indias
Holandesa, Francesa e Inglesa), en cuyos balances de pérdidas y ganancias
figuraban, como un capítulo más, las originadas por actos de
piratería, lo que era perfectamente normal en ese tipo de sociedades
mercantiles dotadas de atribuciones paraestatales de carácter económico,
político y militar.
Pero, donde la piratería alcanzó su mayor caracterización
y proyección como actividad empresarial, fue, sin ninguna duda, en la
Inglaterra del XVI y del XVII y, posteriormente, en sus dominios coloniales del
Estado de Nueva York.
A lo largo de todo ese período, la organización y el
desenvolvimiento de las escuadras corsarias británicas diferían
muy poco de las de cualquier otro negocio, de ahí el calificativo de "business"
con que denominaron sus actividades los tratadistas de la época. De
hecho, las flotillas piratas eran equipadas y financiadas de forma regular por
acaudalados hombres de negocios, cuando no por la propia Corona, y sus más
destacados cabecillas fueron elevados a la dignidad señorial (Sir Francis
Drake, Sir Martin
Frobischer, Sir Richard
Grenville, etc).
Aquel carácter predador puesto al servicio de la empresa lucrativa
que inspiraba el ánimo de los empresarios-corsarios del XVII, es el mismo
que impregnó después la dinámica expansiva del capitalismo
actual. Con el transcurso del tiempo evolucionarían las técnicas,
pero perduraría la misma rapacidad.
I.3. EL AFIANZAMIENTO DEL MODELO ECONÓMICO
Fue a partir del 1600 cuando las formas embrionarias del capitalismo moderno
surgidas en los albores del Renacimiento alcanzaron su desarrollo definitivo,
primeramente en Holanda, y en Inglaterra después.
Los Países Bajos constituyeron, en efecto, el primer escenario en el
que el nuevo modelo económico y la mentalidad empresarial se manifestaron
plenamente, pero ya no sólo en unos cuantos enclaves localizados, sino en
toda la extensión de una nación.
Fueron varios los factores que confluyeron en la eclosión del
capitalismo holandés. Uno de ellos, de indudable relevancia, pero en modo
alguno exclusivo, sería el asentamiento en aquel país de un
notable contingente de inmigrantes sefarditas salidos de España a raíz
del decreto de expulsión. De los aproximadamente 300.000 sefarditas que
abandonaron España en las postrimerías del siglo XVI, la porción
más importante se asentó en dominios otomanos, si bien hubo grupos
numerosos que dirigieron sus pasos hacia Holanda, Inglaterra y las ciudades
alemanas de Hamburgo y Frankfurt. Esta última localidad habría de
ser con el tiempo la casa matriz de varias dinastías de financieros
ashkenazim, tales como los
Rothschild, los
Warburg,
los
Mendelsohn y los
Speyer.
No obstante, sería inexacto, por no decir falso, atribuir en
exclusiva a los inmigrantes hebreos el espectacular desarrollo del mercantilismo
holandés y, más tarde, del capitalismo británico. Si, como
ya se apuntó, el Talmud era el único corpus ideológico que
en los inicios del capitalismo renacentista se compaginaba plenamente con los
postulados mercantiles de éste, no podría decirse lo mismo de la
situación reinante en la Europa del XVII, en la que ya se había
desarrollado por completo la mentalidad surgida de la Reforma protestante. Una
mentalidad perfectamente identificada con el nuevo modelo socioeconómico,
del que en realidad no fue sino una derivación. Sobre este particular, no
hará falta extenderse aquí en excesivas explicaciones, por cuanto
se trata de un tema perfectamente conocido. La máxima calvinista
(compartida, salvo anecdóticas excepciones, por el protestantismo en su
conjunto) en virtud de la cual
"el éxito y los beneficios de
toda empresa mercantil son la recompensa concedida por Dios a sus elegidos",
es sobradamente ilustrativa al respecto, y resume a la perfección la
esencia del espíritu protestante, que convirtió la trascendencia
religiosa en un asiento contable o, si se prefiere, en una ética para
propietarios y tenderos.
Por lo demás, está suficientemente claro que en el escenario
europeo posterior a la Reforma la Iglesia Romana era una institución
vinculada a los intereses propios del régimen aristocrático y del
orden señorial, mientras que las confesiones protestantes representaban
las aspiraciones y mentalidad de la nueva clase emergente y del nuevo sistema
socioeconómico. Aunque no por ello deja de ser cierto que, con el
transcurso del tiempo, y una vez que el sistema burgués hubo logrado su
consolidación política en toda la órbita occidental, la
institución vaticana se fue adaptando plenamente a las coordenadas del
nuevo modelo, haciendo gala con ello de su conocida versatilidad para acomodarse
a las exigencias de los tiempos y a los imperativos del Poder.
Para comprender el desarrollo experimentado por la economía
capitalista en los Países Bajos durante el siglo XVII, bastará
significar la aparición por entonces de una serie de prácticas
que, con el andar de los años, habrían de convertirse en rasgos
característicos del capitalismo contemporáneo.
Uno de esos fenómenos fue la fiebre especulativa que se manifestó
con inusitada intensidad en la Holanda del XVII, circunstancia de la que da
buena prueba el espectacular tráfico económico que tuvo lugar en
torno a un artículo tan simple como el tulipán. Esta planta, traída
desde Adrianópolis al occidente europeo por el botánico Busbeck
hacia mediados del siglo XVI, se convirtió durante el primer tercio del
siglo XVII en un objeto de veneración para los ciudadanos holandeses. Fue
una de esas extrañas modas, tan corrientes en la época actual, que
prendió casi repentinamente, sin que se conozca con certeza la razón.
El hecho es que, a partir de 1630, el esnobismo de los primeros momentos comenzó
a adquirir tintes de pura y simple especulación. Cada día era
mayor el número de personas deseosas de adquirir ejemplares de ese bulbo,
aunque ya no por razones decorativas, sino con el propósito de venderlos
a un precio superior, no tardando en desarrollarse en torno a los tulipanes un
auténtico mercado bursátil en el cual participaban individuos de
todas las condiciones sociales. Las Bolsas de las principales ciudades
holandesas se convirtieron así en el escenario de transacciones en las
que se pagaban miles de florines por ejemplares de tulipán que,
convertidos ya en un valor abstracto, al modo de las acciones actuales, nadie
había llegado a ver, ni el comprador, ni el vendedor, ni mucho menos el
agente bursátil. La histeria especuladora fue en aumento, impulsada por
el hecho de que, como en todo negocio de esa índole, el incremento
injustificado y vertiginoso de la cotización hizo que, en un principio,
todo el mundo obtuviera beneficios. Al punto que muchas personas llegaron al
extremo de enajenar todos sus bienes para invertir el numerario así
obtenido en tan lucrativo negocio. Claro que, al final, acabó ocurriendo
lo inevitable en todo proceso de especulación montado en torno a un
objeto carente de valor intrínseco, y cuya estimación resulta ser
puramente ficticia. Al vertiginoso ascenso de los precios le sucedió una
caída más vertiginosa aún, lo que supuso la bancarrota
absoluta para centenares de familias.
El episodio referido no fue sino un claro antecedente de lo que poco después,
ya en la Inglaterra del siglo XVIII, habría de desarrollarse plenamente
bajo la fórmula del Mercado de Acciones o Bolsa de Valores. Una fórmula,
sobra decirlo, de plena actualidad.
Otro fenómeno que se desarrolló también por aquellos años,
y muy especialmente en Inglaterra a partir del último tercio del siglo
XVII, fue la proliferación de los llamados proyectistas, una especie de
antecesores de los actuales expertos en inversiones financieras. Una muestra
evidente de la nitidez con la que ya por entonces comenzaron a perfilarse
ciertos usos consagrados en la actualidad, nos la ofrece el testimonio de un
testigo privilegiado de la época, el inglés
Defoe.
En su obra
"An Essay on Projects", el escritor británico
definió de manera magistral a los proyectistas de entonces con palabras
como éstas:
"Hay personas demasiado astutas para convertirse
en auténticos criminales en su desenfrenada carrera en pos del oro. Éstas
se dedican a inventar ciertas formas oscuras de tretas y engañifas, un
modo de robar tan reprobable como otro cualquiera, o incluso más, ya que
bajo atractivos pretextos inducen a gentes honradas a soltar su dinero y ponerse
de su parte, para desaparecer después tras la cortina de un refugio
seguro, burlándose de las leyes y de la honradez".
Las actividades de los proyectistas tuvieron su perfecta correspondencia en
la especulación bursátil y en el llamado Mercado de Efectos, cuyas
prácticas también nos dejaría descritas el citado autor en
sus escritos:
"Al principio estaba constituido por las
transferencias simples y esporádicas de títulos y acciones. Pero
debido a la industriosidad de los corredores de comercio, en cuyas manos se
hallaba el negocio, éste se convirtió en un tráfico basado
en las mayores intrigas, astucias y artimañas que jamás se dieron
bajo la máscara de la honradez. Pues como los corredores tenían la
sartén por el mango, convirtieron la Bolsa en una partida de juego; subían
y bajaban los precios de las acciones a su antojo, y mientras tanto siempre
contaban con vendedores y compradores dispuestos a confiarles su dinero, no
obstante sus falaces promesas".
Lógicamente, la consolidación del modelo económico
capitalista que se operó durante los siglos XVII y XVIII dio paso al
nacimiento de las primeras instituciones bancarias al estilo de las que se
conocen hoy. Y no es que hasta ese momento no hubiesen existido profesionales
del préstamo a gran escala. Lo que ocurre es que tales individuos, pese a
su poderío económico, permanecieron supeditados a los avatares y
decisiones del poder político, siendo así que su suerte dependía
en gran medida de la del monarca al que se hallaban vinculados o de que éste
les retirara su confianza. Pero, con el discurrir de la era moderna, los poderes
económicos no sólo se fueron emancipando del dominio de la
autoridad política, sino que acabaron por erigirse en los dueños y
patrones de ésta.
En 1694, y a propuesta del escocés William
Patterson
(la rapacidad económica de los negociantes escoceses no tardaría
en convertirse en algo proverbial), el Parlamento inglés autorizó
la creación de una banca de emisión cuya razón social
completa sería The Governor and Company of the Bank of England. El
capital social del recién creado Banco de Inglaterra, que ascendía
a 1.200.000 libras, fue suscrito en su totalidad por inversores privados, y si
bien el acta de su fundación no otorgaba a esa entidad ningún
monopolio, tres años después, en 1697, una nueva disposición
parlamentaria le concedió en exclusiva el privilegio de emitir moneda. A
esta prerrogativa se le irían añadiendo con el transcurso del
tiempo algunas otras (Carta de 1892, Acta de 1928) que no harían sino
consolidar el poder de dicha institución.
Por lo que a Francia se refiere, el escenario económico de aquel país
estuvo presidido durante un tiempo por dos personajes. El primero, un financiero
de origen israelita llamado Samuel
Bernard, fue el banquero
personal de
Luis XIV y de toda la corte gala. Sus relaciones
con los ministros del rey le proporcionaba, entre otras ventajas, una información
de primera mano de la que el acaudalado Bernard extraía la oportuna
rentabilidad. La fortuna y posición de este financiero llegaron a ser
tales que las más destacadas familias de la aristocracia francesa se
disputaron el privilegio de emparentar con su descendencia.
No obstante, los últimos años del reinado de Luis XIV se
vieron afectado por una progresiva crisis económica, que se acentuó
aún más a la muerte del rey Sol. Fue entonces cuando emergió
al primer plano la figura del escocés John
Law,
propietario de la poderosa Compañía Comercial de Occidente y de
una entidad bancaria que, en virtud de un edicto de agosto de 1717, pasó
a convertirse en la Banca Real, con todas las prerrogativas que ello comportaba,
entre otras la de emitir papel moneda. Posteriormente, la desaforada gestión
del financiero escocés no tardó en conducir a un crecimiento
desmesurado de la circulación fiduciaria, lo que acabaría
desembocando en el absoluto descrédito de los billetes emitidos por dicha
institución bancaria, prácticamente carentes al final de respaldo
y de valor efectivos. En diciembre de 1720 la actividad de la Banca Real fue
suspendida, restableciéndose nuevamente el pago exclusivo en numerario
metálico.
Las catastróficas consecuencias de aquella experiencia marcaron
durante un tiempo tanto a los poderes públicos franceses como a la mayor
parte de la población. Habría que esperar al clima generado por la
Revolución Francesa para que el recelo de antaño diera paso a un
ambiente más propicio para el desenvolvimiento del Gran Capital.
Albert
Matiez, uno de los escasos historiadores de la
Revolución Francesa que se interesó por los aspectos económicos
de la misma, aportó en su día una documentación precisa
acerca del papel desempeñado en su gestación y desarrollo por
diversos financieros. Figuran entre los más relevantes el banquero
Jacques
Necker, director general de Finanzas y primer ministro
de
Luis XVI, Etienne
Delessert, fundador y
propietario de la principal compañía aseguradora francesa,
Prevoteau, destacado financiero, y Nicolás
Cindre,
agente de cambio. A esta relación podrían añadirse los
nombres del banquero lionés
Fulchiron y de su asociado
Givet, así como el del financiero
Boscary,
presidente de la Caisse D'Escompte y titular de varios cargos políticos
de primer orden durante el episodio revolucionario. Todo esto, claro está,
sin mencionar la participación de otros patrocinadores foráneos,
de los que se dará cuenta más adelante.
Igualmente explícitos son los testimonios de dos destacados
protagonistas de aquel evento. El primero de ellos, el revolucionario
republicano
Rivarol, dejaría escrito en sus memorias
que
"una multitud de agiotistas y capitalistas decidieron la
Revolución". No menos elocuentes fueron las palabras
pronunciadas en la Convención por el diputado y miembro del Comité
de Salud Pública Joseph
Cambon:
"La gran
Revolución ha golpeado a todo el mundo, excepto a los financieros";
palabras que, aun siendo certeras, constituyeron un alarde de cinismo por parte
de quien las pronunció, un sicario del nuevo régimen capitalista.
Una vez agotado el período convencional, la situación resultaría
todavía más favorable para los intereses de la oligarquía
económica. Durante el Directorio, los financieros y hombres de negocios
coparon los puestos clave del gobierno y de la Administración, lograron
la derogación en la Asamblea de la ley de 17 Germinal del año II
(apenas aplicada mientras estuvo en vigor), que ponía algunas trabas al
desenvolvimiento de sus actividades y, finalmente, acapararon el lucrativo
negocio de los suministros al Estado.
El golpe bonapartista del 19 Brumario de 1799 acabaría por consolidar
los intereses plutocráticos. Tan solo dos meses después de que
Napoleón fuera proclamado Primer Cónsul nació
el Banco de Francia, institución a la que le fue concedida desde su
creación el privilegio de recibir en cuenta corriente los fondos de la
Hacienda Pública, a lo que se añadiría tres años
después la facultad exclusiva de emitir papel moneda. Todo ello tratándose,
claro está, de una entidad de carácter privado, cuyo presidente y
administradores eran nombrados por los 200 accionistas mayoritarios de la misma.
Por lo demás, son sobradamente conocidas las estrechas relaciones que
Napoleón Bonaparte mantuvo con la Alta Finanza, hasta el punto que, pese
a existir un poso de mutua desconfianza, el autócrata corso jamás
emprendía una campaña militar ni adoptaba una decisión política
comprometida sin recabar el parecer de sus banqueros. No menos conocidos son los
gigantescos beneficios que las guerras napoleónicas reportaron al
entonces llamado
Sindicato Financiero Internacional (Baring, Hope,
Boyd, Parish, Bethmann, Rothschild), al que el historiador británico
Mc Nair Wilson atribuyó la caída de Napoleón
a raíz de las medidas adoptadas por éste (bloqueo comercial sobre
Inglaterra) en contra de sus intereses.
Inmediatamente después del desmantelamiento del régimen
bonapartista comenzó a perfilarse el protagonismo hegemónico de la
casa
Rothschild, que en el transcurso de unos cuantos años
se situaría en una posición de privilegio en el ámbito
financiero del continente europeo.
El fundador de dicha dinastía de banqueros fue Meyer Amschel
Rothschild, nacido el año 1744 (1743, según algunos biógrafos)
en la localidad alemana de Frankfurt. Tras un breve período de estudios
en la escuela talmúdica de su ciudad natal, el joven Rothschild ingresó
como empleado en una casa de cambio de Hannover regentada un correligionario
suyo llamado Oppenheim, donde se iniciaría en los fundamentos del negocio
bancario. Debido a sus excepcionales dotes para los asuntos financieros, no tardó
en ocupar un puesto relevante en la Banca Oppenheim, lo que le iba a permitir
relacionarse con su más adinerada clientela. Fue precisamente por ese
conducto como un día entró en contacto con el general von Estorff,
quien, impresionado por su agudeza y visión comercial, le introdujo en la
corte del Landgrave de Hesse-Cassel , que a la sazón constituía
por entonces una especie de establecimiento mercantil donde se trataban todo
tipo de negocios.
Coincidiendo con aquel suceso, que marcaría el inicio de su
vertiginosa ascensión, Meyer Amschel contrajo matrimonio en 1770 con una
joven hebrea llamada Gutta Schapper, y se estableció en un inmueble de
Frankfurt, futura sede de su imperio económico.
Uno de los más lucrativos negocios de aquella época lo
constituía el aprovisionamiento de mercenarios para los ejércitos
de las monarquías europeas. Y justamente, los mayores organizadores de
ese tráfico eran el príncipe
Federico II de
Hesse-Cassel y su hijo
Guillermo IX. Meyer Rothschild, asociado de éstos, se
encargaba de reclutar, equipar y alojar a la tropa hasta su embarque,
percibiendo a cambio un porcentaje por cada operación. Huelga comentar la
importancia que adquirió ese comercio a raíz de las guerras
desatadas en Europa como consecuencia de la Revolución Francesa, así
como los dividendos que reportó a sus principales promotores. Con todo, ésta
no fue más que una de las múltiples fuentes de ingresos de nuestro
financiero, como muy bien señalaría su principal biógrafo y
panegirista, el conde
Corti:
"Allí donde
había algo en que ganar, ya fuera comisión o expedición, ya
se tratase de ropas o de vinos, o bien de artículos para los cuales había
sido establecida la libertad de comercio, allí estaba presente la casa
Rothschild". Otra de las especialidades de la casa, no mencionada
por el citado cronista, fue el contrabando, actividad de la que dan repetida
cuenta varios informes policiales elaborados en 1812 y dirigidos al ministro
del Interior francés, el
duque de Rovigo.
En 1810, plenamente consolidado ya su negocio, Meyer Amschel redacta y
formaliza un contrato por medio del cual asocia a sus hijos varones a la
sociedad, que pasa a denominarse a partir de ese momento Meyer Amschel
Rothschild e Hijos. Dos años más tarde, el 19 de septiembre de
1812, moría el fundador de la dinastía, dejando en su testamento
la propiedad exclusiva de todos sus negocios a sus cinco hijos, cada uno de los
cuales recibió una quinta parte del capital social. El acta testamentaria
excluía explícitamente de cualquier participación en la
empresa a sus hijas, a los maridos de éstas y a sus descendientes, si
bien establecía la entrega a cada una de ellas de una estimable suma económica.
Como ya se apuntara líneas atrás, fue a partir de ese
instante, y en el marco del nuevo escenario europeo configurado por la Revolución
Francesa y las guerras napoleónicas, cuando la casa Rothschild emprendió
una progresión imparable que la llevaría en pocos años a
situarse a la cabeza de la finanza europea. Aunque no el único, el factor
que más decisivamente contribuyó a tan fulgurante escalada fue el
hecho de que cada uno de los cinco herederos se estableciera en una capital
europea, lo que habría de permitirles en lo sucesivo coordinar sus
estrategias y disponer en todo momento de una visión completa y no
limitada a un sólo país de la situación reinante en el
viejo continente.
La rama francesa de la casa Rothschild, que estuvo comandada en un principio
por Salomón, pasó en muy poco tiempo de figurar en los archivos
policiales por sus prácticas contrabandísticas, al pleno
reconocimiento de la corte real y de la alta sociedad. En 1823, Luis XVIII
solicita y obtiene de la firma un empréstito de 400 millones de francos,
y unos meses después Salomón Rothschild es condecorado con la Legión
de Honor por sus valiosos servicios a la causa de la Restauración. A lo
largo de los años 1830,1831 y 1832 se suceden otros tantos empréstitos
de la banca Rothschild al gobierno francés.
A partir de 1836 la rama francesa de los Rothschild pasa a ser dirigida por
otro de los hermanos, Jacob, más conocido bajo el nombre de James. Éste
negocia en 1844 un nuevo préstamo al gobierno galo cuyo montante asciende
a 200 millones de francos, y del que se derivaría un sonoro escándalo.
A raíz de aquel asunto el ministro de Finanzas francés fue acusado
públicamente de subordinar los interese de la nación a la banca
Rotschild. Poco después, en 1845, se produce un nuevo escándalo,
como consecuencia de la concesión a la casa Rothschild de los
Ferrocarriles Franceses del Norte. Una publicación aparecida al hilo de
aquel acontecimiento (
"Guerre aux Fripons") daba cuenta del
modo en que numerosos miembros de las dos Cámaras Legislativas, varios
jueces y los periodistas más influyentes de aquel país, habían
sido obsequiados por el dadivoso James Rothschild con miles de acciones de su
recién creada compañía ferroviaria.
Mientras tanto, la hostilidad de la opinión pública, clamorosa
en un principio, iba cediendo progresivamente merced a la intensa propaganda
desplegada por los diarios más influyentes, que se dedicaban a destacar
las obras filantrópicas de la poderosa Banca. Muy pronto la filantropía
habría de convertirse en un recurso habitual de numerosos imperios
financieros, que desde hace tiempo vienen dedicando parte de sus ingentes
beneficios a dicho capítulo, cuya utilidad no sólo se deriva de su
impacto efectista sobre la población, sino fundamentalmente de las
posibilidades que ese conducto ofrece para (a través de las Fundaciones)
penetrar y controlar amplios sectores de la vida social.
En cuanto a los restantes miembros de la saga, Amschel regentaba el
establecimiento bancario de Frankfurt, Karl dirigía el de Nápoles,
y Salomón, que en un principio figuró al frente de la rama
francesa, acabó instalándose definitivamente en Viena, donde muy
pronto se hizo con la amistad personal de
Metternich y con las
simpatías de la corte imperial. Por si eso fuera poco, el influyente
Gentz, brazo derecho del canciller austríaco, le mantenía
puntualmente informado de los asuntos de Estado, percibiendo a cambio una
sustanciosa asignación mensual. Sus relaciones con la curia romana eran
también óptimas, y fruto de ellas fue un importante empréstito
negociado con el
Estado Vaticano.
Finalmente, el quinto de los vástagos, Natham, se instaló en
Londres. De su posición en la sociedad británica puede decirse que
fue tan sólida o incluso más que la de sus hermanos en los otros
países europeos. De hecho, el salón de su hija mayor se convirtió
en el lugar más frecuentado por la aristocracia británica y las
oligarquías económicas, políticas y sociales de aquel país.
Tampoco estará de más significar el papel desempeñado por
Nathan Rothschild en el conflicto que enfrentó a carlistas e isabelinos
por el
trono español. Un papel tan decisivo como rentable para
aquél, ya que su apoyo financiero a la causa isabelina le valió,
entre otras prebendas, la explotación en exclusiva de las minas de Almadén.
Y dado que el otro gran yacimiento europeo de mercurio, ubicado en Istria, había
sido comprado tiempo atrás al Estado austríaco por su hermano
Salomón, la casa Rothschild pudo así acaparar en régimen de
monopolio el mercado europeo de ese mineral.
I.4. LA CONSOLIDACIÓN POLÍTICA E INSTITUCIONAL
El afianzamiento en el terreno económico del modelo capitalista, que
comenzó a perfilarse a principios del XVII, no fue más que la
primera fase de un proceso que habría de desembocar tiempo después
en su consolidación política e institucional, aspecto del que nos
ocuparemos a continuación.
Antes de penetrar en el análisis de la Revolución
Francesa, que sin duda constituye el modelo prototípico de revolución
burguesa, convendrá dedicar una breve alusión a los dos
movimientos políticos de significación equivalente que la
precedieron en el tiempo. Alusión que resulta incluso necesaria, y no
tanto por las similitudes de fondo que entre las tres revoluciones (inglesa,
americana y francesa) se pudieran establecer, como por las peculiaridades que
caracterizaron a la última respecto de las otras dos.
En efecto, el régimen republicano instaurado por la revolución
inglesa de 1680 no fue sino el resultado del compromiso al que llegaron la
aristocracia terrateniente y la clase burguesa para compartir el poder; un
pacto, además, que al no necesitar del auxilio popular para afianzarse,
pudo llevarse a efecto sin realizar excesivas concesiones a las capas inferiores
de la población. Algo parecido podría decirse de la revolución
americana de 1776, cuyos logros políticos, netamente orientados en
beneficio exclusivo de un sector minoritario de la sociedad, se verían
magnificados por una declaración de principios tan altisonante como hueca
y puramente formal. En la práctica, la esclavitud siguió
existiendo en aquel país y la jerarquización socio-política
siguió basándose en el poderío económico.
Por contra, lo que marcó el carácter específico de la
Revolución Francesa fue el hecho de que, en su asalto al poder político
e institucional, la burguesía tuvo que recurrir a las masas populares
para quebrar la tenaz oposición a todo compromiso de una parte
considerable del estamento aristocrático. Esta contingencia fue la causa
que obligó a la clase burguesa a efectuar ciertas concesiones
circunstanciales y estratégicas a las capas populares, lo que habría
de desencadenar una serie de consecuencias cuyos ecos perdurarían hasta
mucho tiempo después.
Por lo demás, las convulsiones sociales que posibilitaron el
acaparamiento del poder político por parte de la burguesía no
fueron más que la culminación de un proceso que se venía
gestando desde mucho tiempo atrás. En el siglo XVIII, e incluso antes, la
burguesía francesa dominaba por completo el panorama económico de
aquel país, situándose a la cabeza tanto del comercio como de la
industria y las finanzas. De sus filas procedían igualmente la mayor
parte de los cuadros técnicos de la administración monárquica.
Por otra parte, el esquema ideológico burgués y su escala de
valores (presidida por el culto al dinero) impregnaban desde hacía
tiempo la mentalidad de las capas superiores de la clase aristocrática.
Ya es bien significativo el hecho de que los conciliábulos donde se
incubaron y desde donde se propalaron las consignas burguesas de la Ilustración
encontraran su mejor acogida en los salones de la aristocracia. Naturalmente, la
burguesía tenía plena consciencia de que su hegemonía económica
y su ascendiente ideológico sobre la población le facultaban para
abordar la segunda fase del proceso, esto es, la conquista del poder
institucional.
Con todo, la colaboración que la burguesía encontró
entre una porción importante de las clases populares, y la favorable
acogida de que gozaron sus señuelos ideológicos, debieron buena
parte de su éxito a la profunda degradación en que se hallaba
sumido en Antiguo Régimen y sus estructuras de mando. Por lo que se
refiere al estamento eclesial, otro de los pilares seculares del orden aristocrático,
su grado de putrefacción había alcanzado cotas igualmente
considerables; al punto que en la Francia de entonces las palabras clérigo
y disoluto llegaron a convertirse poco menos que en términos sinónimos.
Todo ello sin olvidar que una parte considerable del alto clero compartió
desde muy pronto los postulados de la nueva ideología, y que casi la
mitad de los párrocos franceses juraron fidelidad a la Constitución
de 1790, que consagraba los principios del nuevo régimen.
La profunda aversión al estamento clerical y a sus usos depravados,
unido al arraigo que, pese a todo, siguieron manteniendo las creencias
religiosas entre amplios sectores de la población, fueron bazas que la
oligarquía burguesa supo instrumentalizar en cada coyuntura como mejor
convino a sus intereses. En un primer momento tales resortes sirvieron para la
confiscación de los bienes eclesiales (cuya adquisición proporcionó
a la burguesía revolucionaria beneficios inmensos), así como para
canalizar la penuria y la indignación de las masas contra la reacción
aristocrática. Pero, una vez consolidados sus objetivos y alcanzada la
hegemonía institucional, la burguesía dirigente execró los
excesos de las turbas que ella misma había instigado y apeló de
nuevo a las viejas creencias, viendo en ellas un factor de control y
estabilización de su orden social. Nadie sería más explícito
a este respecto que Napoleón
Bonaparte, cuando afirmara
que
"la sociedad no puede existir sin la desigualdad de las
fortunas, y la desigualdad de las fortunas no puede existir sin la religión".
Esta frase refleja a la perfección el concepto que del hecho religioso
tuvo siempre la mentalidad burguesa, una mentalidad patológica en su
esencia y patógena en su proyección.
A la descomposición del Antiguo Régimen, que sin duda
constituyó un factor básico en el desencadenamiento del proceso,
se sumó la regresión económica sobrevenida a partir de
1778, y que en realidad no fue sino el detonante. En efecto, aunque el siglo
XVIII había constituido hasta ese momento un período de
prosperidad, muy especialmente durante la fase comprendida entre 1760 y 1776, a
partir de 1778 se desencadenó una etapa de contracción económica
que culminaría finalmente en la gran crisis de 1787, con todo su cortejo
de penurias y miseria. Esa circunstancia, que tan oportunamente iban a explotar
los promotores de la Revolución, no fue, conviene reiterarlo, sino el
desencadenante de una situación larvada cuyo mar de fondo se venía
gestando desde mucho antes. De hecho, carestías y hambrunas de
envergadura incomparablemente mayor a las que se produjeron entonces las ha
habido por docenas a lo largo de la historia, sin que ello comportara la caída
del sistema anterior y la implantación de un nuevo régimen. Y es
que, para que esto último sucediera en 1789 se precisó de algo más.
Hizo falta, en primer término, la profunda decadencia de la casta
dominante que entonces se dio, y el progresivo descrédito en el que, como
lógica consecuencia, se vieron envueltos los valores que esa vieja
oligarquía había venido utilizando para legitimar su autoridad.
Pero fue necesaria, además, la presencia de una estructura organizada
capaz de llevar a cabo una labor sistemática de demolición
cultural y de agitación social, como lo era la maquinaria que venía
preparando desde hacía tiempo el asalto de la burguesía al poder
político e institucional. Sobra decir que en todo ese ejercicio de
fuerza, el tan largamente invocado papel de las masas no fue sino el de mera
comparsa, como los acontecimientos sucesivos demostrarían hasta la
saciedad.
Nada menos oportuno, por tanto, que extenderse en argumentos para desmontar
el mito de la revolución espontánea, una más de las
innumerables patrañas consagradas por la intoxicación oficial.
Además de la experiencia histórica (y de la lógica más
elemental), que ha acreditado sin excepción que las revueltas populares
verdaderamente espontáneas jamás rebasaron el grado de simple motín,
se cuentan por centenares los datos y los testimonios que no dejan lugar a dudas
sobre la autoría de la orquestación.
Esa estructura minuciosamente organizada a través de la cual la
oligarquía burguesa alcanzó sus objetivos no fue otra que la
francmasonería, una organización que, por el papel desempeñado
a todo lo largo de la época moderna, es merecedora de un tratamiento
exhaustivo imposible de abordar aquí; bastará, por el momento,
con reseñar algunos datos que permitan hacerse una idea de su decisiva
participación en aquel suceso.
Bien podría empezarse, pues, significando el hecho de que todos los
ideólogos del nuevo régimen y de la Revolución, y la
totalidad de sus dirigentes políticos, sin ninguna excepción
sobresaliente, fueron feligreses de las logias. Desde los teóricos y
propagandistas de la primera hora, como
D'Alembert,
Montesquieu,
Rousseau,
Condorcet o
Voltaire, hasta los activistas más
destacados del proceso revolucionario, del Directorio y del régimen
bonapartista, como
Mirabeau,
Desmoulins,
Robespierre,
Danton,
Saint-Just,
Marat,
Hebert,
Fouché,
Siéyès, o el
propio Napoleón. Todo ello sin contar, claro está, los
innumerables clérigos afiliados a la secta. Masónicos igualmente
eran los símbolos republicanos (gorro frigio, bandera republicana) y el
himno revolucionario (la marsellesa), compuesto por el adepto Rouget de L'Isle y
cantado por vez primera en la logia de los Caballeros Francos de Estrasburgo. Lo
mismo podría decirse de las consignas ideológicas, comenzando por
la más hipócrita y falaz de todas ellas (
"libertad,
igualdad, fraternidad"), amparo desde entonces de masacres y tiranías,
y artificio que bastante antes de convertirse en el eslógan señero
del régimen burgués era ya la divisa de las logias masónicas.
Bien es cierto que sus creadores y propaladores nunca han interpretado tan
capcioso señuelo con el papanatismo habitual de sus incautos
destinatarios, sino de un modo muy distinto. Véase, si no, el modo en que
se manifestaba sobre ese particular Jules
Boucher, alto grado
de la Gran Logia de Francia, en declaraciones recogidas por el órgano
oficial de dicha logia, la revista
Humanisme, en su número de
abril 1990:
"¿Libertad? La libertad masónica es muy
relativa. La masonería ha multiplicado las obligaciones a las cuales debe
someterse el francmasón, lo que significa obediencia, y dictado
reglamentos draconianos cuya enumeración precisaría un volumen de
casi doscientas páginas. ¿Igualdad? La masonería es la negación
misma de la igualdad. Sus grados y su jerarquía recuerdan constantemente
al francmasón que la igualdad es un mito. ¿Fraternidad? El masón
sincero constata con pesar que la fraternidad no es más que una palabra
vacía de sentido en su aplicación real". Esto vale
como muestra de lo que, desde hace tiempo, se ha convertido ya en táctica
habitual de los grupos de poder multinacional, propaladores a través de
sus voceros (grandes medios de comunicación) de filantropías y
mundialismos de probados efectos hipnóticos sobre las masas, aunque no se
trate sino de falacias dirigidas a consolidar la hegemonía de tales
grupos, cuyas prácticas constituyen la antítesis de sus espúreas
monsergas.
Por lo que se refiere a la participación fáctica de la
francmasonería en el proceso revolucionario, ostensible ya desde el
primer momento, tampoco escasean los testimonios de la propia casa que reducen a
escombros la falacia de la espontaneidad. Figura entre ellos el de M.
Zeller,
gran maestre del Gran Oriente Francés, quien en 1973, con motivo del
bicentenario de la fundación de esa logia, declaraba lo siguiente:
"Las
logias masónicas fueron el crisol donde se ha formado, desarrollado y
enriquecido el pensamiento republicano y progresista. Ellas constituyeron a través
de Francia entera una vasta asamblea en el seno de la cual se elaboraron los
programas y las perspectivas de lucha que debían permitir el nacimiento y
el desarrollo del régimen republicano".
En la misma línea se sitúan las manifestaciones de M.
Béhar, gran maestre del Gran Oriente de Francia, a la
revista
Humanisme, en mayo de 1975:
"En Francia, es en el
seno de las logias masónicas donde se elaboraron las ideas que han sido
en buena medida el motor de la revolución burguesa de 1789";
a lo que la propia revista añadía:
"Es conveniente recordar que la francmasonería está en
el origen de la Revolución Francesa....Durante los años que
precedieron a la caída de la monarquía, la Declaración de
los Derechos del Hombre y la Constitución fueron larga y minuciosamente
elaboradas en las logias masónicas. Y, naturalmente, desde que fuera
proclamada la República Francesa se adopta la divisa prestigiosa que los
francmasones habían inscrito siempre en el Oriente de su Templo: Liberté,
Egalité, Fraternité".
Más explícito aún habría de ser un francmasón
de tronío, el Doctor
Encausse, quien en su obra
"Traité
élémentaire d'occultisme" dejó escritas estas
palabras:
"Hay ingenuos que abren los libros de Historia donde se
encuentra una idílica imagen representando a un señor que
gesticula y que grita ¡A la Bastilla! Esos incautos se figuran simplemente
que la toma de la Bastilla se efectuó gracias al furor popular
desencadenado por el gesto soberbio del tribuno. Sin embargo, yo lamento
decirles que se engañan grandemente, pues hicieron falta cuarenta y dos años
para preparar el grito de Camille Desmoulins. Para tomar la Bastilla fue
necesario que todos los oficiales que debían estar de guardia en
Versalles ese día pertenecieran a la orden masónica; hizo falta
asegurarse la complicidad de los más altos servidores del rey; y se
necesitó que los cañones que sirvieron para la toma de la Bastilla
fueran transportados a los Inválidos quince días antes por hombres
entregados a la causa. En fin, fue preciso orquestar una revuelta y lanzar a los
parisinos al asalto de la fortaleza del Estado".
Los hechos a los que aludiera el Doctor Encausse fueron minuciosamente
descritos por
Funck-Bretano en
"Légendes et
archives de la Bastille", un documento riguroso y exhaustivo en el que
se desvelan las claves de esa gran falsificación histórica, una más
entre otras tantas, así como el papel desempeñado en aquel suceso
por las bandas de criminales a sueldo reclutados en Alemania y Suiza por la
Logia de los Illuminati, y financiados por los traficantes y agiotistas de
Estrasburgo. En esa obra se revela igualmente la identidad de los reclusos de la
Bastilla, las famosas "víctimas políticas del absolutismo"
liberadas por los asaltantes. Siete eran los prisioneros: de Whyte y Tavernier,
dos pobres enajenados que inmediatamente después serían recluidos
por el régimen republicano en Charenton; el conde de Solages, un
libertino culpable y convicto de crímenes espeluznantes; y cuatro
defraudadores; Laroche, Béchade, Pujade y La Corrége, encarcelados
por falsificar letras de cambio en perjuicio de dos banqueros parisinos, un
hecho que no impediría al sistema plutocrático surgido a raíz
de aquel suceso elevarlos a la categoría de víctimas de la tiranía.
Peor suerte correrían tres años después los ocupantes de
las cárceles y hospicios parisinos del régimen de la "fraternité",
ocupantes que fueron masacrados en masa y entre los cuales figuraban
delincuentes comunes, enfermos mentales, mendigos y niños abandonados.
En último término convendrá significar que la masonería
moderna es, entre otras cosas, sinónimo de plutocracia. No obstante, se
engañaría quien pensara que la operatividad de esta organización
se reduce a sus objetivos hegemónicos en el terreno económico y
político, ya que en el ámbito ideológico ha venido desempeñando
asimismo un papel determinante a la hora de conformar la mentalidad actual. Y es
que sin el arraigo social de sus falacias humanistas, ese repertorio de tópicos
que sirven de cobertura al materialismo moderno, tal hegemonía nunca habría
sido posible.
Vistos ya los resortes que desencadenaron la Revolución, es llegado
el momento de analizar el desarrollo ideológico y político del
proceso revolucionario que dio paso a la instauración en Francia del
modelo capitalista y del régimen burgués. Y al hacerlo
comprobaremos que la Revolución Francesa no solamente fue el marco
embrionario en el que se gestaron las corrientes políticas surgidas
posteriormente, sino también la matriz ideológica de casi todos
los clichés fraudulentos que conforman la mentalidad actual. Y los que no
se fraguaron allí lo habían hecho anteriormente en el otro
hemisferio del universo burgués, al otro lado del Atlántico.
Como parece evidente, nada puede ser más oportuno a la hora de
iniciar dicho análisis que abordar el contenido del eslógan señero
de la Revolución, el ya célebre enunciado "liberté,
egalité, fraternité". De lo que se trata, pues, es de
escrutar lo que, con arreglo a los hechos, constituía el contenido real
de aquella tríada hipnótica.
Efectivamente, lo primero que reclamaba la burguesía emergente era la
libertad, pero no tanto la libertad política, que no habría de ser
sino un instrumento a su servicio, como la libertad económica, es decir,
la de empresa y beneficio, factores imprescindibles para garantizar la
consolidación y el desarrollo del capitalismo. Es cierto que la Declaración
de Derechos de 1789 no recogió tales conceptos, y ello por dos razones
muy simples: la primera, que no era preciso explicitar algo tan obvio para los
artífices del nuevo régimen; y la segunda, porque el hacerlo habría
despertado el recelo de las masas populares, fuertemente apegadas al sistema
económico tradicional, que a través de la tasación y la
reglamentación aseguraba en gran medida sus medios de subsistencia.
Pero la dinámica de los hechos demostró desde el primer
momento que el liberalismo económico constituía la piedra angular
del nuevo régimen. Así, la ley
Allarde del 2 de
marzo de 1791 suprimió no sólo las prerrogativas reales de la
industria manufacturera, sino también las corporaciones y asociaciones
gremiales, base de la economía productiva artesanal. Simultáneamente
fueron decretadas la libertad mercantil y la libertad laboral, aunque eso sí,
en virtud de la ley
Le Chapelier del 14 de junio de 1791,
quedaron excluidos del nuevo marco "libertario" los derechos de
asociación y de huelga.
En el ámbito rural, la redención de las rentas establecida por
el Decreto del 3 de mayo de 1790, y la supresión de los diezmos decretada
el 11 de marzo de 1791, fueron un malabarismo infame que, además de
beneficiar exclusivamente a los propietarios, abocó al campesinado francés
a una situación aún peor que la que padecía antes. No en
vano se estaban sentando las bases del capitalismo "liberal", en
virtud del cual la libertad pasaba a ser una abstracción puramente
ornamental para los más, al tiempo que un útil de acaparamiento y
poder para una reducida minoría.
Con anterioridad a todas esas medidas, ya en noviembre de 1789 habían
sido confiscados todos los bienes eclesiales, a los que se añadirían
tiempo después los recursos expropiados a los exiliados del Terror.
Fueron los denominados "bienes nacionales", que constituyeron una
fuente de beneficios inmensos para la burguesía jacobina, y cuya
titularidad pasaría a manos de la nueva clase dominante.
En el terreno de las libertades civiles y políticas, la revolución
burguesa dejó bien claro desde el principio cuál era el sentido de
su magnánima liberalidad. Ya en los años de la Ilustración,
los editores de la libérrima Enciclopedia,
Diderot y
D'Alembert, se habían dirigido a
Malesherbes,
responsable de las publicaciones durante el reinado de Luis XVI, para
solicitarle la censura y, en su caso, el secuestro de todos aquellos escritos
que criticasen la Enciclopedia. Pero el infortunado funcionario, protector y
valedor, por otra parte, de los enciclopedistas ante la Administración
real, tuvo la mala ocurrencia de rechazar dicha solicitud. Tiempo después,
en 1794, habría de pagar muy cara su torpe interpretación de la
tolerancia burguesa, siendo guillotinado. Aquello no fue más que un
simple antecedente de la tolerancia actual, en cuyo nombre la Inquisición
progresista exige el absoluto respeto para sus clichés ideológicos
y sus esnobismos sórdidos, mientras reduce al silencio o a la ignominia
(cuando no puede ir aún más lejos) a quienquiera que se atreva a
rebatirlos.
No obstante los negros presagios enciclopedistas, una vez desencadenado el
proceso revolucionario la situación mejoraría ostensiblemente. La
libertad religiosa fue abolida, permitiéndose únicamente los
cultos disidentes. La libertad de prensa corrió parecida suerte. En 1792,
y sólo en París, fueron clausurados de un plumazo once diarios: La
Hoja del Día, El Amigo del Rey, La Gaceta Universal, Los Anales Monárquicos,
La Gaceta de París, El Diario de París, El Espectador y Moderador
Nacional, El Diario de la Corte y de la Villa, El Boletín de Medianoche,
El Diario Eclesiástico, y El Logógrafo. Eran todavía los
buenos tiempos, pues lo peor estaba aún por ocurrir.
Por lo que se refiere los derechos civiles más relevantes, como el de
ingresar en la Guardia Nacional o el de sufragio, ambos estuvieron limitados,
con arreglo a los cánones de la democracia censataria, a los ciudadanos
activos, esto es, a aquéllos cuyo nivel de rentas les permitía
pagar la contribución directa, inasequible para la mayoría. Muy
pronto comprobaremos cómo fue modificada temporalmente esa situación
durante los momentos álgidos del proceso revolucionario, y de qué
forma se restableció después.
Sobre los otros dos términos del tríptico no merece la pena
extenderse, ya que hablar de igualdad en un sistema cuyo fundamento social y político
es esencialmente oligárquico no pasaría de ser un escarnio. En
cuanto a la fraternidad, esa flor que, como todo el mundo sabe, se desarrolla pródigamente
en la sociedad competitiva y materialista alumbrada por el capitalismo moderno,
bastará con remitirse a las calamidades y matanzas que el nuevo régimen
perpetró para consolidarse si se quiere comprender su exacta significación.
Pero el elemento central del sistema burgués a la hora de articular
su régimen político, y el que suscitaría, alternativamente,
el apoyo y el recelo de las capas subordinadas de la población, fue, sin
duda, el concepto de democracia. Y aquí, como en tantos otros aspectos,
la Revolución Francesa, en tanto que paradigma del modelo burgués,
habría de marcar las pautas y sentar los dogmas vigentes en el mundo
actual.
No existe la menor duda acerca de lo que clase burguesa entendía por
democracia. De hecho, para los más celebrados teóricos del nuevo régimen
político, el modelo a seguir no podía ser otro que el sistema
representativo ya establecido con anterioridad en Inglaterra y Norteamérica.
El propio
Montesquieu, máximo ideólogo de la
democracia burguesa, había dejado bien clara su posición al
respecto cuando en
"El Espíritu de las Leyes"
escribiera:
"La mayoría de las repúblicas antiguas
adolecían de un gran defecto: en ellas el pueblo tenía derecho a
adoptar resoluciones activas, que exigen algún tipo de ejecución,
cosa de la que aquél es totalmente incapaz. El pueblo debe participar en
el gobierno exclusivamente para elegir a sus representantes".
Pero, como resulta obvio, esa concepción tuvo que modificarse
circunstancialmente cuando la burguesía precisó del concurso de
las masas para doblegar la resistencia aristocrática. Esa fue la razón
de que, tres años después de iniciarse el curso revolucionario, la
Convención concediera el sufragio general. Lo malo es que tal medida no
consiguió colmar las expectativas de las clases populares, convencidas de
que sus sacrificios en pro de la causa revolucionaria debían ser
retribuidos con mejores recompensas. No menos ajenas a sus pretensiones
ilusorias fueron las demagógicas llamadas de los activistas burgueses a
la soberanía del pueblo, una mera entelequia que éste acabaría
interpretando de modo consecuente al pie de la letra.
Bien es cierto que las florituras de algunos ideólogos burgueses
contribuyeron a dotar de tintes más vistosos al nuevo régimen,
pero al precio de provocar expectativas imprevistas. Tal fue el caso de
Rousseau, que se permitió escribir sobre el
parlamentarismo británico en estos esclarecedores términos:
"El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca
gravemente; solamente lo es durante la elección de los miembros del
Parlamento, pero una vez elegidos éstos, es un esclavo, no es nada. En
las antiguas repúblicas el pueblo nunca tuvo representante alguno, no se
conocía esa palabra....Desde el momento en que el pueblo se da
representantes, deja de ser libre, deja de existir". Lo curioso es
que, después de su demoledor análisis del sistema representativo,
elemental, por otra parte, y tal vez comprendiendo que había ido más
allá de lo conveniente, el escritor ginebrino se apresuró a
atemperar sus atrevidos juicios mediante una fórmula de compromiso a
mitad de camino entre la pseudodemocracia representativa o formal y la
democracia real. Fórmula que sería adoptada posteriormente por la
demagogia jacobina para granjearse el apoyo de las masas y que podría
resumirse en los siguientes puntos: el modelo representativo se aceptaba como el
único válido, pero a cambio de ciertas garantías; los
diputados elegidos por el pueblo no serían sus representantes, ya que la
voluntad soberana es inalienable, sino únicamente sus "comisarios";
y las leyes emanadas de la Asamblea de comisarios carecerían de valor en
tanto no hubieran sido refrendadas por el pueblo. Todos estos planteamientos
marcan la frontera más lejana a la que, en el plano teórico,
llegaría jamás la democracia burguesa, aunque no es necesario
decir que ni remotamente han sido nunca llevados a la práctica. Tiempo
después el bolchevismo marxista, trasunto perfecto de la dictadura
jacobina, iría aún más lejos que aquélla, tanto en
su espúrea demagogia como en su totalitarismo criminal.
La retórica democrática de la burguesía surtió
pronto los efectos previstos, aunque no tardaron en añadírseles
otros menos deseados. A fuerza de vociferar el eslógan de la soberanía
del pueblo, éste acabó por tomarlo no como la metáfora hipnótica
que en realidad era, sino como una posibilidad real. Buena muestra de ello fue
la moción aprobada por las secciones sans-colulottes parisinas, que uno
de sus portavoces, el enragé
Varlet, redactó en
estos términos:
"Invitamos al departamento de París, parte integrante del
pueblo soberano, a apoderarse del ejercicio de la soberanía; autorizamos
al cuerpo electoral de París a renovar los miembros de la Convención
traidores a la causa del pueblo".
Pese a todo, ése era un riesgo que la burguesía francesa tenía
que correr para abatir tanto a la resistencia interna como a la amenaza foránea,
un riesgo calculado e imprescindible en todo caso para consolidar su asalto al
poder institucional. De ahí las concesiones del año 1792 a los
ciudadanos pasivos, otorgándoles el derecho al voto y la franquicia para
ingresar en las filas de la Guardia Nacional, prerrogativas hasta entonces
exclusivas de la minoría burguesa que pagaba la contribución
censataria. Durante el año siguiente las dificultades acarreadas por la
guerra exterior, que en el caso de derrota habría significado el colapso
del régimen republicano, obligaron a la burguesía dirigente a
paliar la extrema penuria desencadenada por la Revolución mediante una
serie de concesiones económicas. El motivo de fondo no era otro que la
imperiosa necesidad de ganar la guerra, y para ello no había otro remedio
que conciliarse temporalmente con las masas sans-coulottes que nutrían el
ejército revolucionario. Un miembro de la Convención, el diputado
Baudot, resumiría tiempo después aquellas
circunstancias de forma explícita en sus
"Notes Historiques"
con estas palabras:
"Solamente las masas populares podían
derrotar a las tropas extranjeras; por consiguiente había que sublevarlas
e interesarlas por el éxito de la Revolución. La burguesía,
además de pacífica, era poco numerosa para un movimiento de esa
envergadura".
El grado de oposición interna y las guerras exteriores marcaron,
pues, el pulso y los vaivenes políticos del proceso revolucionario. Cada
fracaso militar conducía a una mejora momentánea de las
condiciones de vida y de las prerrogativas políticas de las masas; cada
victoria, a un debilitamiento de las mismas. Debe especificarse, además,
que, en lo fundamental, esas guerras exteriores nunca obedecieron, como a menudo
sostiene la intoxicación oficial, a razones de antagonismo ideológico
entre la Europa monárquica y la Francia republicana, sino a los sórdidos
intereses habituales de quienes desencadenan tales conflictos sin sufrir sus
consecuencias. Prueba de ello es que la Inglaterra "democrática"
y burguesa, principal antagonista militar de la nueva "democracia"
francesa, no se opuso al proceso revolucionario hasta que éste entró
en colisión con sus intereses comerciales. Por su parte, la burguesía
francesa sufragó los gastos de la Revolución y de la guerra con
los bienes expropiados y a través de la inflación, que sumió
al país en una penuria calamitosa. No sólo no desembolsó ni
un céntimo para costear sus "patrióticas" contiendas,
sino que obtuvo de ellas beneficios inmensos merced al negocio de los
suministros al Ejército.
A finales del invierno de 1794, ahogada en sangre la oposición
interna y conjurada la amenaza exterior, los acontecimientos se precipitaron en
la dirección prevista y en la única que podían hacerlo. En
marzo era licenciado el Ejército Revolucionario, integrado en su práctica
totalidad por descamisados, y pieza clave hasta poco antes tanto de las campañas
militares como de la represión interna. Inmediatamente después
eran suprimidos los comisarios para la vigilancia del acaparamiento de víveres,
y daba comienzo el desmantelamiento de la Comuna y de las unidades seccionarias,
núcleos políticos de las organizaciones populares. La depuración
iniciada contra los hebertistas en marzo de 1794 siguió su curso
implacable a lo largo de todo un año, para culminar en la jornada del 4
Pradial (23 mayo 1795) con la rendición incondicional del barrio
Saint-Antoine, último reducto sans-coulotte. Simultáneamente, el
proceso de depuración política fue acompañado por una labor
paralela de violencia callejera. Dada su condición "pacífica"
(según la expresión empleada por el citado Baudot en sus Notes
Históriques), la burguesía se sirvió en cada momento de los
elementos oportunos para conseguir sus propósitos. Durante el período
revolucionario había instigado los más bajos instintos de las
turbas para instaurar su régimen de terror y hecho uso de los
descamisados para laminar cualquier clase de resistencia. Una vez concluida esa
primera fase con sus objetivos cubiertos, usó a las juventudes doradas
realistas para liquidar definitivamente los restos del movimientos
sans-coulotte.
En agosto de 1795 era promulgada una nueva Constitución, que
retornaba al sistema censatario y consagraba explícitamente el poder oligárquico
y el beneficio como pilares del régimen republicano. La mascarada
sangrienta había terminado.
En el capítulo político-ideológico, al igual que en los
restantes, la Revolución Francesa fue un banco de pruebas en el que se
desarrollaron la mayor parte de las pautas y estereotipos consagrados
posteriormente. No estará de más, por tanto, describir someramente
la composición y actitud de las diversas facciones políticas que
concurrieron en aquel proceso.
El estamento burgués, auténtico promotor de dicho proceso,
estaba integrado por dos grandes grupos, girondinos y jacobinos, cuya
equivalencia contemporánea vendría a corresponder a la derecha
conservadora y a la izquierda progresista respectivamente. De entonces arranca
la falacia de la división entre izquierdas y derechas que tan rentables
beneficios ha venido rindiendo al Sistema. También por aquellos años
se operó una especie de ósmosis en virtud de la cual se
amalgamaron hasta prácticamente confundirse la izquierda burguesa y los
elementos más oportunistas y ambiciosos de los estratos populares, algo
que desde aquel momento ha venido siendo una constante. Sobra decir que la
mentalidad de las diversas facciones que se disputaron el poder político
era esencialmente la misma, aunque en no pocos casos sus intereses inmediatos
resultaran contrapuestos.
La Gironda representaba a la gran burguesía comercial, cuyos
intereses no eran necesariamente antagónicos, sino más bien
compatibles, con los de la alta aristocracia. De ahí que su deseo del
primer momento fuese una solución a la inglesa, es decir, un régimen
parlamentario comandado y compartido por los notables de ambos estamentos. Pero
el desarrollo posterior de los acontecimientos la llevaría a adoptar
posturas muy diversas que fluctuaron en la medida que lo hicieron los avatares
del proceso revolucionario. Hubo momentos en que accedió a una alianza táctica
con los sectores más radicales de la Montaña, llegándose
incluso a producir un considerable trasvase de diputados girondinos al bando
jacobino, alentado por el sustancioso botín que para estos últimos
supuso la adquisición de los llamados "bienes nacionales". Pero
la preocupación constante de la facción girondina, la razón
fundamental de su recelo permanente fue el temor a que el proceso político
iniciado para consolidar su posición acabara desbordándose.
Sin embargo, y pese a las inclinaciones de la burguesía girondina
hacia una solución de compromiso, éste no pudo alcanzarse, y ello
por dos razones fundamentales. La primera, porque tal compromiso conllevaba una
serie de reformas económicas acordes con el nuevo modelo capitalista,
reformas que suponían la bancarrota total para buena parte de la nobleza
y, por tanto, inaceptables para ésta. Y la segunda, y no menos
importante, porque de haberse llevado a buen término esa fórmula
de compromiso, la posición de la mediana y pequeña burguesía
se habría visto relegada a un lugar secundario, y eso era algo que aquélla
no estaba dispuesta a permitir. Su firme propósito de participar en el
reparto de la tarta llevó, por tanto, a la burguesía jacobina a
radicalizar el proceso, para lo cual hubo de desplegar toda su capacidad demagógica
y realizar las concesiones ya comentadas al objeto de involucrar en su empresa a
las masas. Fue de esta forma como el bando jacobino consiguió hacerse con
las riendas de la Revolución. De hecho, todos los mecanismos del Poder
estuvieron en sus manos en los momentos álgidos del proceso, y a través
de ellos pudo aplastar cualquier oposición disidente y canalizar en su
provecho las pretensiones y los excesos de las masas sans-coulottes. A su
inicial dominio de la Convención, órgano legislativo que detentaba
la "soberanía del pueblo", se uniría posteriormente el
acaparamiento casi absoluto de los cargos ejecutivos del Gobierno
Revolucionario.
Por otra parte, la hegemonía de la facción jacobina en los
centros de poder institucional iba acompañada de una estrategia política
extraordinariamente eficaz, y en la que puede reconocerse el modelo prototípico
adoptado después por los partidos de izquierda. En efecto, dada la
necesidad de contar con un respaldo extendido, la burguesía jacobina se
granjeó el apoyo de las masas a través del radicalismo populista,
un papel hábilmente interpretado por demagogos de la talla de
Danton
o
Robespierre. Como sería norma posteriormente, ese
cometido lo desempeñaron entonces individuos procedentes de la pequeña
y media burguesía, con algunas excepciones de baja extracción
social (Danton). Un surtido elenco de demagogos y arribistas ávidos por
escalar posiciones y codearse con la alta sociedad. Tal vez fuera el infortunado
Varlet quien mejor retrató a la izquierda jacobina, a
los "patriotas" revolucionarios, cuando en las páginas de su
periódico les dedicara estas palabras:
"Ayer no teníais
otra cosa que un comercio minúsculo, y hoy tenéis almacenes
inmensos; ayer no erais sino empleados insignificantes de oficinas y hoy armáis
barcos de guerra; ayer vuestra familia tendía la mano al primer llegado,
y hoy hace alarde de un lujo insolente. En verdad que ya no me sorprende que
haya tantas personas amantes de la Revolución; les ha proporcionado un
buen pretexto para acumular patrióticamente y en poco tiempo riquezas
sobre riquezas".
Visto ya el cometido político y la procedencia social de los
demagogos populistas, cuya plataforma de actuación se situaba en la
Convención y en las innumerables sociedades adscritas al Club de lo
Jacobinos, no queda sino dirigir la mirada hacia los miembros del Ejecutivo,
donde operaban los técnicos. ¿Quiénes eran, pues, esos tecnócratas
del Comité de Salud Pública? Por su origen social, la mayor parte
de ellos pertenecían a la alta burguesía. Jeanbon
Saint-André,
director de la Marina, era hijo de un gran fabricante, al igual que Joseph
Cambon, máximo responsable de las Finanzas. Robert
Lindet, director de las Subsistencias, era hijo de un rico
negociante y antiguo procurador del rey. El jefe de la Diplomacia, Bertrand
Barère, procedía de una acaudalada familia de
juristas y poseía la titularidad del feudo de Vienzac. Lazare
Carnot,
el organizador del Ejército, era ex-oficial de la Armada Real e hijo de
un acaudalado notario.
Unos y otros se complementaban mutuamente. Los tecnócratas conducían
con eficacia los intereses vitales del nuevo régimen capitalista, aunque
debido a su posición social carecían de la credibilidad necesaria
para despejar la desconfianza y el recelo que inspiraban a los sans-coulottes. Y
los demagogos políticos de la pequeña y mediana burguesía,
faltos de preparación técnica, se encargaban con su retórica
populista de interesar a las masas en el éxito de la causa revolucionaria
emprendida para la instauración del régimen burgués.
No podrá cerrarse este repaso a las facciones políticas que
protagonizaron la Revolución sin aludir al hebertismo, considerado por la
mayor parte de los tratadistas como la vanguardia del movimiento sans-coulotte,
un término, este último, sumamente genérico, y bajo el que
se amalgamó un complejo y heterogéneo amasijo de categorías
sociales tan diversas como el maestro artesano y los asalariados que trabajaban
para él, el pequeño tendero, el incipiente proletariado urbano, y
un variado lastre de buscavidas, aventureros y otras especies de lumpen. El
ideario sans-coulotte se resumía en dos puntos: en lo económico,
imposición de un máximo a las fortunas, de tal manera que ninguna
persona pudiera poseer un patrimonio superior a ese máximo, que se cifró
en el equivalente a la pequeña propiedad artesanal o comercial; y en el
terreno político, establecimiento de una democracia efectiva, en virtud
de la cual las leyes de la Asamblea y los decretos del Ejecutivo carecerían
de validez hasta haber sido sancionados por la ciudadanía, que, además,
tendría la facultad de controlar y, en su caso, revocar a sus elegidos.
Un ideario, huelga decirlo, que chocaba frontalmente con la libertad de empresa
y de beneficio y con el modelo representativo postulados por el nuevo régimen
capitalista; y una visión de la sociedad que, como también se podrá
apreciar, nada tenía en común con las tesis que más tarde
iban a elaborar los doctrinarios burgueses del totalitarismo colectivista. Pues
bien, la supuesta avanzadilla de esas clases populares eran los hebertistas y
cordeliers, una mezcla de medradores pequeño-burgueses (
Hebert,
Ronsin) y arribistas plebeyos (
Chaumette,
Rosignol,
Santerre) íntimamente
vinculados a la burguesía jacobina, y cuyo máximo empeño
era encumbrarse política y económicamente a través del
acaparamiento de cargos en los Departamentos Ministeriales (especialmente el de
la Guerra) del Consejo Ejecutivo, organismo reducido finalmente a la nada por el
Comité de Salud Pública. Esta camarilla de oportunistas, que
sirvieron a la causa burguesa al tiempo que se servían a sí
mismos, habían colaborado estrechamente con el partido jacobino en la
eliminación de los actores más desinteresados de aquel funesto
episodio,
Roux y
Varlet, escarnecidos por añadidura
con el apodo peyorativo de "enragés", aunque al final, en justo
premio a su bajeza, acabaron corriendo la misma suerte que aquéllos.
Apenas concluida la Revolución Francesa, comenzaron ya a manifestarse
los primeros efectos de su múltiple herencia ideológica; y no
solamente merced a los postulados políticos, económicos y sociales
propios del sistema capitalista que instauró, sino también a través
de los esbozos colectivistas pergeñados por uno de sus herederos
inmediatos, el agrimensor y geómetra Gracchus
Babeuf.
Comenzaban así los análisis superficiales y en clave
exclusivamente material de las sociedades humanas, y se iniciaba la siniestra
dinámica de las alternativas materialistas y economicistas al
materialismo y el economicismo burgués, elaboraciones todas ellas
producto de una misma mentalidad. Los utopismos rudimentarios de Babeuf serían
recogidos y perfilados más tarde por
Buonarrotti,
Blanqui y otros ideólogos burgueses del colectivismo,
para desembocar finalmente en el socialismo científico del "proletario"
Carlos
Marx, quien, refundiendo las provechosas enseñanzas
de la dictadura jacobina con su gélida pseudociencia, pudo alumbrar por
fin la fórmula magistral. Pero éste es un tema del que nos
ocuparemos más adelante.
No podrá cerrarse este análisis sin aludir a otros dos
importantes aspectos en los que la Revolución Francesa fue precursora y
pionera. Se trata del totalitarismo y del genocidio, dos temas de permanente
actualidad en nuestros días, y que el sistema capitalista no deja de
instrumentalizar, aunque tales lacras, como tantas otras que han asolado el
mundo moderno, hundan sus raíces precisamente en las concepciones ideológicas
alumbradas por las revoluciones burguesas.
No había transcurrido mucho tiempo desde que el Comité de
Salud Pública fuese creado (6 Abril 1793) cuando, en el verano de ese
mismo año, comenzó a gestarse la dictadura jacobina que muy pronto
se iba a implantar. Un hecho, por otra parte, en el que la propia estructura
organizativa del bando jacobino desempeñaría un papel
determinante. En efecto, el Club de los Jacobinos se había convertido
desde bastante antes en una perfecta maquinaria de poder; un entramado que, en
palabras de uno de sus dirigentes, Camille
Desmoulins,
"abarcaba
en su correspondencia con sus sociedades filiales todos los rincones y recovecos
de los ochenta y tres Departamentos franceses". Esa estructura,
perfectamente coordinada bajo la dirección de la matriz parisina, dispuso
desde el principio de una capacidad operativa muy superior a la de cualquier
otra organización de su tiempo. De hecho, y aunque no adoptara ese
nombre, se trataba del primer partido político de la era moderna y de la única
estructura de mando plenamente consciente de su poderío en aquel momento.
Baste con significar que el Club de los Jacobinos llegó a contar con una
red de 3.000 sociedades y alrededor de 40.000 comités repartidos a todo
lo ancho del país.
La inspiración netamente despótica del Gobierno Revolucionario
constituido en la primavera del año II (1793), se fue perfilando a lo
largo del verano hasta desembocar en el Decreto del 14 Frimario (4 Diciembre
1793), que consagraba definitivamente la dictadura del Terror. Las pautas del
llamado Gobierno Revolucionario habían sido diseñadas por el
jacobino
Saint-Just en su informe del 10 de octubre de 1793,
informe adoptado por la Convención y a raíz del cual quedaron
suspendidas la Constitución, la división de poderes y los derechos
individuales, lo que, sumado a la creación de un Tribunal Revolucionario
sumarísimo, dio paso al primer ensayo totalitario de la era moderna.
Tales medidas eran ratificadas y reforzadas poco después por el citado
Decreto del 14 Frimario y por sendos informes de
Robespierre
(25-Diciembre-1793 y 5-Febrero-1794).
Por lo que se refiere a los pretextos esgrimidos por los modernos
apologistas de la dictadura jacobina, que significativamente son los mismos que
en su día justificaron el totalitarismo soviético, bastará
con acudir a los hechos para constatar que tales pretextos no fueron nunca otra
cosa que burdas patrañas carentes del menor fundamento. Las falacias
exculpatorias se resumen en dos: la amenaza exterior, representada por los ejércitos
realistas extranjeros, y el peligro interno, encarnado en los elementos
contrarrevolucionarios. Razones, todas ellas, de indudable peso si se considera
que la fecha en que era refrendada la Dictadura del Terror (10-Octubre-1793)
coincidió precisamente con el momento en que las citadas amenazas estaban
por vez primera bajo control del régimen republicano. En el interior, los
últimos restos del federalismo girondino, que nunca constituyó un
peligro real, sino más bien un recurso propagandístico, habían
sido definitivamente laminados tras la caída de la municipalidad de
Burdeos (18-Septiembre-1793) y la toma de Lyon (9-Octubre-1793). Paralelamente,
el 17 de octubre de ese mismo año los últimos resistentes de la
Vendée eran aplastados en Cholet. En lo concerniente al frente exterior,
la amenaza de invasión había desaparecido por completo en los
comienzos del otoño de 1793; más aún, la victoria de
Watignies del 16 de octubre sobre los coaligados marcaba el vuelco de la balanza
en favor de las armas republicanas.
No fueron, por tanto, esos peligros ya conjurados lo que la burguesía
jacobina se propuso erradicar, sino la competencia de todo cuanto pudiera
suponer una merma en su ejercicio absoluto del poder. De ahí que el
primer objetivo a abatir fuesen las unidades militares y las organizaciones
seccionarias sans-coulottes, utilizadas hasta entonces como fuerza de choque
brutal para laminar a sus primeros oponentes, pero que, una vez reducidos éstos,
pasaron a convertirse en un peligroso estorbo que era preciso neutralizar. Pero
una vez alcanzados sus primeros objetivos la maquinaria represiva emprendió
una dinámica ciega y feroz que golpeaba indiscriminadamente a todo lo que
se interpusiera en su camino, una dinámica en la que el poder y el terror
ya no se justificaban más que en sí mismos y en su lógica
criminal.
A través de los dos organismos que asumieron los poderes
excepcionales, el Comité de Salud Pública y el Comité de
Seguridad General, la burguesía jacobina pudo instaurar un régimen
de dominio cuya naturaleza difería cualitativamente de todo lo conocido
hasta entonces. De hecho se trataba de una forma de Poder que, tanto por sus
resortes ideológicos, como por sus procedimientos, rebasaba ampliamente
los viejos esquemas del absolutismo del Antiguo Régimen. Dicho con otras
palabras, lo que se estaba gestando en aquel episodio no era otra cosa que el
basamento del totalitarismo moderno. Y así lo vio, adelantándose
incluso al desarrollo de los hechos, el enragé Leclerc, quien supo
vislumbrar la naturaleza de las primeras propuestas de
Danton,
en el verano de 1793, cuando éste abogara por convertir el Comité
de Salud Pública en un órgano de gobierno dotado de poderes
excepcionales.
"En esa masa de poderes reunidos -apuntó
premonitoriamente
Leclerc-no veo otra cosa que una
dictadura espantosa".
En cuanto a la filosofía que inspiró el régimen de
Terror instaurado por la dictadura jacobina, nada mejor para captar su alcance y
significado que reproducir los términos empleados por el dirigente
Couthon, términos que serían recogidos por la
ley represiva del 24 Pradial del año II (10-Junio-1794):
"Se
trata menos de castigar a los enemigos de la Revolución que de
exterminarlos".
Todo lo dicho guarda, a su vez, un estrecho parentesco con otro de los temas
apuntados, el genocidio, pues eso, y no otra cosa, fueron las matanzas
perpetradas en la Vendée por la filantropía revolucionaria. Vaya
por delante el hecho de que, del aluvión de víctimas causadas por
la represión y el Gran Terror, aproximadamente un 86% se registraron en
las capas sociales inferiores. Una circunstancia, por otra parte, que desde
entonces ha venido siendo la norma de todas las revoluciones desencadenadas para
"liberar" a los parias.
Hoy son ya bien conocidas la sevicia y la saña con que el régimen
jacobino combatió a sus adversarios, en primera instancia, y seguidamente
a todo aquél que no comulgara con sus procedimientos. De la dureza con
que fueron reprimidos sus oponentes dan buena cuenta varias órdenes
oficiales dirigidas por el Comité de Salud Pública a sus delegados
departamentales. Sirva como muestra al respecto el decreto dictado en 1794 para
aplastar la rebelión lionesa:
"La ciudad de Lyon debe ser
destruida. Sobre sus ruinas se levantará una columna que dará
testimonio a la posteridad de los crímenes y el castigo de los realistas
de dicha ciudad con esta inscripción: Lyon combatió contra la
libertad; Lyon dejó de existir".
Pero donde sin ninguna duda desplegó el Terror jacobino su más
abyecta política exterminadora fue en las regiones del noroeste, y
especialmente en la Vendée. La proclama emitida por la Convención
burguesa tan pronto como tuvo noticia del levantamiento vendeano no dejaba lugar
a dudas sobre el fanatismo criminal con que se iba a desarrollar la represión
subsiguiente:
"Se trata de exterminar a los bandoleros de la Vendée
para purgar completamente el suelo de la libertad (sic) de esa raza maldita".
¿Y quiénes eran esos "bandoleros" a los que había
que exterminar? En la Vendée, sencillamente toda la población. Una
población que, dicho sea de paso, se había decantado en los
primeros momentos por el nuevo régimen revolucionario, pero que, al igual
que ocurriera en otros lugares de Francia, acabó levantándose
contra las arbitrariedades, las tropelías, la desolación y la
miseria provocadas por aquél. Las levas masivas decretadas por el poder
republicano supusieron el acicate definitivo para el desencadenamiento de la
insurrección. Acto seguido, se sucedieron los pronunciamientos criminales
de la Convención.
"Se trata de despoblar la Vendée",
rezaba uno de ellos, cosa que fue llevada a cabo de manera sistemática
mediante una política de matanzas indiscriminadas de todo cuanto se
tuviera en pie: prisioneros, ancianos, mujeres, aunque estuvieran encintas, y niños.
Como la destrucción debía ser completa, la Convención elevó
sus resoluciones al Comité de Salud Pública para que el territorio
rebelde fuera devastado, una de las cuales decía así:
"No
se ha incendiado bastante en la Vendée; es preciso que durante un año
ninguna persona, ningún animal, encuentren subsistencia en ese suelo".
Lo realmente significativo, pues, del impulso que movió a los
pregoneros de la "libertad", la "fraternidad" y los "derechos
del hombre", fue su afán no ya de derrotar al oponente, sino de
exterminarlo. Buena prueba de ello es que la represión y las matanzas se
prolongaron bastante tiempo después de que la rebelión hubiese
sido aplastada. Los ahogamientos en masa perpetrados en Nantes en diciembre de
1793, con la situación totalmente controlada por el poder republicano
desde varios meses antes, son uno de los varios ejemplos que podrían
citarse a este respecto. Centenares de personas fueron ahogadas en dicha
localidad tras ser amarradas a embarcaciones provistas de un dispositivo para
que se hundieran. En relación con aquel, suceso siniestro aún podría
citarse la sangrante anécdota de la amonestación que el Comité
de Salud Pública dirigiera a su comisario en la zona, Carrier, por
haberse permitido enviar a París 110 detenidos para que el Tribunal
Revolucionario los juzgase formalmente, en lugar de liquidarlos in situ sin más
miramientos.
El episodio vendeano, por tanto, no fue otra cosa que un genocidio en toda
la regla y con todos los ingredientes de éste, a saber: propósito
de exterminio y no de simple doblegamiento del adversario; represión
indiscriminada dirigida contra toda la población; y alevosía
manifiesta en la prolongación de las matanzas una vez que el enemigo ya
ha sido sojuzgado, obedeciendo todo ello a un plan consciente y sistemático
trazado desde las altas instancias del Poder.
Resumir en media docena de líneas todo lo dicho a lo largo de este epígrafe
podría parecer imposible, pero no lo es. Léase, si no, y léase
con atención, el contenido de un escrito confidencial que el aristócrata
jacobino Mirabeau le envió a
Luis XVI durante los
primeros meses de la Revolución con el evidente propósito de
hacerle ver las ventajas del nuevo Poder que ya despuntaba sobre el viejo y
caduco autoritarismo monárquico. Esto era lo que
Mirabeau
le decía al monarca francés:
"Comparad el nuevo estado
de cosas con el Antiguo Régimen, pues es ahí donde nacen los
consuelos y las esperanzas. Una parte de las actas de la Asamblea, y la más
considerable, es favorable al gobierno monárquico....La idea de no formar
más que una sola clase de ciudadanos habría gustado a Richelieu;
esa superficie igual facilita el ejercicio del Poder. Varios reinados de un
gobierno absoluto no habrían hecho tanto por la autoridad real como este único
año de Revolución".
En aquellas breves líneas estaba condensado de manera magistral y con
muchas décadas de adelanto el trasfondo del nuevo Poder y la naturaleza
de la nueva sociedad que las revoluciones burguesas iban a alumbrar. En una
pocas palabras se apuntaba con diabólica perspicacia la magnitud de un
dominio asentado y ejercido sobre una masa uniformizada.