PELIGRO: Nueva Era, Gnósticos y esotéricos

Libro: Jan Van Helsing - Las Sociedades Secretas y su poder en el Siglo XX

Autores: Osho, Pablo Coelho

Documental: Peter Joseph - Zeitgeist

lunes, 31 de octubre de 2016

Luis Santamaria - X aniversario de RIES y estreno de biblioteca José María Baamonde

“Los que nos dedicamos a las sectas somos buenos... hasta que molestamos”

Reproducimos a continuación un artículo que ha escrito Luis Santamaría del Río en torno al trabajo que muchas personas desarrollan para alertar sobre el fenómeno sectario y las consecuencias con las que se encuentran. Para conocer otra apreciación del autor sobre este tema como misión eclesial, recomendamos leer el artículo titulado “¿Sectas? Anda y haz tú lo mismo” (Unomasdoce, 11/07/16).

Sectas, verdad y mentira

Con ocasión del X aniversario de la fundación de la Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas (RIES) y de su boletín InfoRIES, y en torno a la puesta en marcha de laBiblioteca-Centro de Documentación “José María Baamonde” en Zamora, he recibido toda clase de felicitaciones y agradecimientos, tanto a la RIES corporativamente como a mí personalmente. Se reconoce así una década de trabajo para informar, formar, prevenir y ayudar en torno al fenómeno sectario y de la nueva religiosidad.
Entonces, ¿dónde está el problema? Los que nos dedicamos a un tema tan complejosomos unos valientes, somos muy buenos… hasta que empezamos a molestar. ¿Cuáles son las molestias? Decir las cosas claras y por el bien de las personas. En los últimos tiempos he sido testigo indirecto y afectado directo en algunos casos en los que, cuando se alerta sobre el carácter sectario de una actividad o de un movimiento, o los riesgos que éstos pueden tener para los más débiles –estoy pensando en los enfermos, por ejemplo, y en otros colectivos vulnerables–, el que destapa el problema es a veces ignorado, cuando no descalificado o incluso amenazado.
Pero no quiero centrarme en los casos más recientes que me han afectado a mí. Conozco a varias personas que se dedican a esto desinteresadamente. A veces porque han vivido en carne propia o en su familia las consecuencias del fenómeno sectario. Otras veces porque sienten la responsabilidad de denunciar algo que clama al cielo, y no cuentan más que con el poco tiempo que pueden robar a sus ocupaciones y con las grandes posibilidades que ofrecen ahora las redes sociales de Internet en clave de activismo e información.
La historia se repite, una y otra vez. Siempre pasa lo mismo: les pasa a ellos y me pasa a mí. Primer paso: descubrir una convocatoria que presenta un riesgo de difusión de falsedades o de proselitismo engañoso. Segundo paso: reunir la información pertinente para alertar a los organismos implicados, sean públicos o privados. A partir de aquí, empieza el laberinto: unas veces nadie atiende al teléfono ni contesta al correo electrónico. O se pasan la pelota unos a otros. O se responde diciendo simplemente que la asociación que organiza la actividad es legal. O que llevan muchos años haciéndolo…
A veces queda la cosa ahí, y otras veces se da el efecto rebote: el que se ha tomado la molestia de informar y prevenir –a los que, si son una administración pública, tienen una importante responsabilidad que están abandonando– se ve acusado de difamación. Ejemplo real reciente: “hemos preguntado a los acusados y lo han negado todo. No son una secta ni nada parecido”. Imagino la conversación, propia de Les Luthiers, si no fuera porque dan ganas de llorar.
Incluso este trayecto surrealista puede ir más allá cuando el que ha alertado sobre el peligro es amenazado de denuncia, demanda, querella o lo que se quiera. Cuando esto se hace desde universidades, ayuntamientos, diputaciones u otros organismos que deben velar por el bien común y que se mantienen del erario público, el asunto adquieredimensiones escandalosas. Y no digamos si pasa en instituciones de la Iglesia católica, especialmente empeñada en la felicidad de cada persona.
Cuando publicamos –y ahora me vuelvo a incluir– noticias o alertas sobre sectarismo, manipulación psicológica, abuso de la debilidad, pseudoterapias y otros muchos temas semejantes, no lanzamos alegremente acusaciones infundadas ni emprendemos cazas de brujas o nuevas inquisiciones –algo que a muchos les gusta airear, dada mi condición de cura–. Hablamos con conocimiento de causa. Con bibliotecas y archivos y años de trabajo detrás. Con el testimonio de personas heridas y familias rotas. Con informaciones y documentos que “los otros”, los del otro lado, siempre rebatirán y desmentirán.
“¿Has ido a escuchar las conferencias de las que alertabas? ¿Acusas sin saber lo que se ha dicho?”, le decían hace unos días a uno de estos denunciantes –que dejó de ser valiente y ejemplar cuando comenzó a ser molesto– desde una administración pública. Lo acusaban de falta de ética periodística por dar a conocer una sola versión. A lo que contestó que “los otros” ya tienen sus medios, sus redes, sus abogados, sus lobbies. En este caso esos “otros” son los que dicen que las enfermedades en el fondo no son más que trastornos de naturaleza emocional. Y que están llegando cada vez a más gente. Convenciendo a muchísima gente.
En una brillante tercera de ABC, la escritora Mercedes Monmany ha escrito que vivimos“en una época en que a la verdad y la mentira se las pone en una misma y ligera balanza, que es la hipnótica seducción de la mentira. Señala que “una verdad, para ser defendida, razonada y argumentada, es siempre un trabajo pesado, costoso, a veces incluso tedioso y no siempre fácil y agradable”. Mientras que, por otro lado, la mentira, “libre de ataduras, desbocada, exhibida con total y despreocupado cinismo, sería mucho más rápidamente asimilable y desde luego seductora”.
Tiene razón la señora Monmany. Y no sólo en lo general del planteamiento o en lo particular del tema al que lo aplica –en concreto, a la política populista actual, tan en boga–. Sino también en el tema del que escribo: las sectas, o más bien los nuevos disfraces que emplea el sectarismo para seducir al ser humano de hoy. Los que aún intentamos, con esfuerzo, distinguir la verdad de la mentira, seguiremos poniendo luz en un lugar tan oscuro, en el que mucha gente sigue sufriendo sin que nadie le sirva de ayuda. Aunque nos llamen inquisidores. Aunque nos acusen de difamación. Aunque digan que vemos fantasmas donde no los hay. Aunque nos denuncien.
Y para terminar, no puedo olvidar un agradecimiento sincero y profundo a las instituciones y personas que sí nos hacen caso. A los que tienen la humildad de reconocer su error o su ignorancia y de solucionar un mal antes de que suceda. A los que no les importa desdecirse o pedir perdón, o cerrar la puerta de sus instalaciones y espacios a los que se aprovechan de las vulnerabilidades de los demás… que somos todos.

Obispo Munilla - Enterrar a los muertos, ya sean cenizas o cuerpos

Enterrar a los muertos, la última obra de misericordia

En la concepción antropológica cristiana, el cuerpo no es una cárcel de la que el encarcelado deba huir, ni un vestido del que deba despojarse para buscar otro nuevo. El ser humano es una unidad sustancial de cuerpo y alma, de manera que la promesa de salvación de Jesucristo se dirige al hombre entero, sin excluir su corporeidad.
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Se acerca el final del Jubileo de la Misericordia, y la Santa Sede ha hecho pública la Instrucción «Ad resurgendum cum Christo», para recordarnos la importancia de la última de las Obras de Misericordia: «enterrar a los muertos». El hecho de que este Jubileo finalice en el mes de noviembre –mes tradicionalmente dedicado a la oración por los difuntos–, contextualiza la siguiente pregunta: ¿Tiene sentido seguir predicando en pleno siglo XXI el mandato cristiano de enterrar a los muertos, cuando la incineración lleva camino de ser la opción mayoritaria?
Es cierto que durante mucho tiempo la Iglesia se opuso a la práctica de la cremación de los cadáveres, porque se percibía en ese gesto una conexión con la mentalidad dualista platónica, según la cual el cuerpo debía ser destruido para liberar al alma de la cárcel de la materia. La Iglesia actualmente no la proscribe, porque está fuera de duda que esta práctica no está ligada en sí misma al dualismo platónico, ni al reencarnacionismo. Es decir, que, aunque la Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, comprende también las razones prácticas que en ocasiones pueden empujar a optar por la cremación: higiénicas, económicas, sociales, etc.
Ahora bien, más allá de la incineración, se han ido extendiendo diversas prácticas que oscurecen la fe cristiana en la resurrección de los muertos: la aventación de las cenizas en el mar o en la montaña, la conservación de las mismas en los hogares, la división de las cenizas entre los seres queridos, la transformación de las cenizas en recuerdos conmemorativos o piezas de joyería, etc. Por ello, es oportuno recordar que la obra de misericordia que nos insta a «enterrar a los muertos» sigue vigente, también para las cenizas incineradas.
Es un hecho histórico que en tiempos del Imperio Romano, el cristianismo construyó cementerios antes que iglesias. De hecho, los cementerios fueron los primeros templos cristianos. Más aún, por influjo de la fe cristiana se sustituyó el nombre con el que se designaba el lugar destinado a los entierros, «necrópolis» (ciudad de los muertos), por «cementerio» (dormitorio, del griego koimeterion). Tanto es así, que la fe cristiana en el más allá de la muerte, dio a luz un nuevo verbo latino: «depositar». Frente al rito pagano en el que se hacía «donación» del cadáver a la madre tierra, el rito cristiano subraya que el cuerpo es «depositado» en la tierra, en espera de la resurrección. La «depositio» era una evocación de la promesa de Cristo de recuperar el cuerpo enterrado.
En la concepción antropológica cristiana, el cuerpo no es una cárcel de la que el encarcelado deba huir, ni un vestido del que deba despojarse para buscar otro nuevo. El ser humano es una unidad sustancial de cuerpo y alma, de manera que la promesa de salvación de Jesucristo se dirige al hombre entero, sin excluir su corporeidad. La resurrección de Jesucristo, cuyo cadáver había sido «depositado» en aquella tumba de Jerusalén, es la clave a la hora de comprender cuál es nuestra esperanza cristiana. Y, por ello, el santo entierro de Jesús se ha convertido en el referente de la sepultura cristiana.
En definitiva, la fe cristiana en la resurrección está fundada en la misma resurrección de Jesucristo. Baste leer este texto paulino: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8, 11).
Por ello, una de las llamadas que se nos dirige al finalizar este Jubileo de la Misericordia, es la de poner por obra la última de las obras de misericordia corporales («enterrar a los muertos»), al mismo tiempo que se nos invita a practicar la última de las obras de misericordia espirituales («orar a Dios por vivos y difuntos»). Ambas están íntimamente unidas, por cuanto que cada vez que evocamos el «reposo» de nuestros seres queridos, sentimos la llamada a orar por su eterno descanso, rogando a Dios que llegue el día en que toda la familia nos reunamos en el Cielo.
Al publicar la Instrucción «Ad resurgendum cum Christo», la Iglesia no pretende turbar la paz de quienes optaron por aventar las cenizas de sus seres queridos. Es evidente que la gran mayoría lo hicieron con un grado de consciencia limitada y, en todo caso, ya no existe la posibilidad de rectificación. Obvia decir que tal práctica no es obstáculo alguno para la acción «recreadora» de Dios en la resurrección.
En cualquier caso, la presente Instrucción eclesial se ha demostrado necesaria, a tenor de la sorpresa que ha causado. En realidad, la Iglesia no ha hecho sino recordar una doctrina milenaria. Quizás debiéramos entonar nuestro «mea culpa» eclesial, porque una vez más se demuestra que un silencio prolongado en nuestra predicación equivale en la práctica a una duda, cuando no, a una negación. La fe cristiana se expresa en signos, y la renuncia a estos signos oscurece nuestra fe con el paso del tiempo.
Sin duda alguna, nuestra fe en la resurrección está magníficamente expresada en la sepultura cristiana que realizamos en esos «dormitorios» a los que llamamos cementerios. Observo con agrado que en algunos cementerios ya se van acondicionando lugares especiales –columbarios– para el entierro de las cenizas de los difuntos incinerados. Sin olvidar que podemos hacer uso de los columbarios que ya existen en algunas de nuestras iglesias.
José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián

Halloween, una "fiesta" americanada

Halloween

CIRCULAR: Halloween

Queridas familias:
Alguna madre se ha dirigido a mí para preguntarme por el asunto de esa “fiesta” importada que llaman “Halloween”. En nuestro Colegio no celebramos “Halloween”. Como saben ustedes, este es un Colegio católico y nosotros celebramos la Fiesta de Todos los Santos el día uno de noviembre y el Día de los Difuntos, el dos.
Evidentemente, a simple vista resulta mucho más divertido hacer una fiesta de disfraces con los niños que ir a misa o visitar cementerios. Pero no siempre lo que aparentemente es bueno (o inocente) lo es de verdad; ni siempre lo que parece desagradable o aburrido, lo debemos evitar a toda costa. Podemos encontrarnos en nuestro día a día con cosas atractivas y apetecibles que pueden resultar mortales y venenosas (“No poner al alcance de los niños”: el otro día vi ese letrero en el envase de unas pastillas para el lavavajillas con un colorido realmente atrayente para un niño pequeño); y, en cambio, ponerse una inyección o una vacuna puede resultar muy doloroso y desagradable para un niño, pero le puede salvar la vida y, aunque el niño llore, no dejamos de ponérsela.
La fiesta de Halloween, con sus disfraces de brujas y monstruos, se está importando de la cultura anglosajona y resulta completamente ajena a las tradiciones españolas. En clase de inglés, se hará referencia a “Halloween” y se les explicará en qué consiste esa tradición británica y norteamericana. Pero nosotros no vamos a celebrar nada que tenga que ver con todo eso. Entre otras cosas porque, evidentemente no creemos en brujas, fantasmas ni patochadas similares.
Yo les invitaría a comer “huesos de santo”, buñuelos o castañas; y a visitar el cementerio para rezar por sus difuntos para que el Señor los tenga en su gloria. Los disfraces me atrevería a sugerirles que los dejaran mejor para Carnaval, que es una fiesta mucho más gaditana. No nos dejemos colonizar por las modas americanas y honremos la memoria y las tradiciones de nuestros antepasados. Ese es mi consejo: pero cada uno es muy libre de celebrar lo que estime oportuno en su casa. Faltaría más.
Atentamente,

Pedro L. Llera Vázquez
Director
http://infocatolica.com/blog/gobiendes.php/1610220926-halloween