II. Parlamento y Estado
El artículo precedente,
de hace ya tiempo, tomó como punto de partida que la idea de
representación es el elemento central de la democracia, sin el cual su
existencia no estaría justificada, para a continuación plantear las
siguientes preguntas: ¿una democracia parlamentaria puede ser realmente
un sistema representativo? ¿Puede un parlamento cumplir la exigencia de
ser un órgano de representación?
Se llegó a
la conclusión, sólo bosquejada, de que el parlamento por su propia
naturaleza es incapaz de ejercer una función de auténtica
representación. Esta inherente incapacidad queda en evidencia más
nítidamente si se desgajan los dos niveles en que existe el parlamento:
(1) en su relación con el Estado como órgano del mismo, y (2) en su
relación con las personas que dice representar.
En
este segundo artículo se considerará aisladamente la primera vertiente.
Por tanto, se hará la benevolente presunción de que en el segundo
aspecto el parlamento es un órgano perfectamente representativo. Es
decir, prácticamente hablando, que las elecciones mediante las cuales
los votantes determinan la composición del parlamento son un medio
idóneo e inmejorable para que la sociedad se encuentre debidamente
representada. Se va a presumir que mediante el parlamento se hacen oír
los intereses de todos. Si un proyecto de ley que se está discutiendo
impone, por ejemplo, unas rigurosas medidas de seguridad para la
industria maderera que de alguna manera van a resultar en que los
artesanos que fabrican peonzas vayan a poder hacer sólo una en vez de
dos cada hora, se va a presumir que, aunque se apruebe la ley, la voz de
los peonceros va a resonar nada menos que en las Cortes de la nación.
Como verá mi buen lector, hoy reboso benevolencia.
Antes de
considerar de lleno la posición que un órgano representativo ocupa en el
entramado del Estado, conviene contextualizar con algunas precisiones
de carácter, digamos, filosófico, aunque son del más básico sentido
común y gozan de amplio consenso:
1ª. El hombre, como ser social que es, tiende a asociarse con otros hombres para realizar fines que por sí sólo no puede conseguir. Este proceso empieza con la familia, y a partir de ahí las asociaciones crecen en tamaño y complejidad.
2ª. Llegado a cierto punto la sociedad organizada necesita alguna autoridad que, proporcionalmente y en consecuencia con el fin de cada particular asociación (un juez de arbitraje no necesita poder de vida o muerte sobre las partes disputantes para cumplir su función), resuelva los conflictos que ocurren cuando el ser humano convive con alguien más que con sí mismo. Esta autoridad la ha venido a desempeñar, a medida que crece el proceso asociativo, desde el padre de familia hasta el Estado.
3ª. La autoridad está ordenada al bien de la sociedad que dirige, de tal forma que la sociedad no existe para beneficio de la autoridad, sino la autoridad para beneficio de la sociedad (dijo Carlos VII que los reyes son para los pueblos, y no los pueblos para los reyes).
4ª. Si bien la autoridad (en abstracto) está finalísticamente subordinada a la sociedad (en abstracto), los que desempeñan la autoridad (en un momento concreto) han de ser independientes de los que forman la sociedad (en un momento concreto). De lo contrario, bastaría que la autoridad tomara una decisión legítima pero desfavorable para una parte de la sociedad para que ésta, aduciendo la consideración anterior (3ª), no acatase la resolución, haciendo inútil la existencia misma de la autoridad.
5ª y última: No obstante la independencia de la autoridad dentro de sus límites legítimos, es de justicia (además de gran utilidad) que los sometidos a ella tengan vías adecuadas para hacer constar sus pareceres sobre cuestiones que han de afectarles (el hijo que dice a sus padres que está demasiado cansado para ir al colegio, el sector platanero canario que pide mayor protección en el mercado nacional). Otra cosa será que se les haga caso. Ésta es la función que cumplen los órganos de representación. Además de esta tarea consultiva o “de encuesta”, también pueden ser la manera más eficaz de asegurar que la autoridad no traspasa sus límites, de tal forma que en algunos asuntos el dictamen del órgano representativo sea vinculante para la autoridad (tradicionalmente los reyes necesitaban aprobación de las Cortes para establecer nuevos impuestos).
Esto es de
sentido común, al menos en nuestra cultura llamada occidental. Se asume
incluso por autores constitucionalistas: el manual de Derecho
constitucional de José Luis Rodríguez Zapata (miembro del Tribunal
Constitucional) comienza con las tres primeras premisas como marco para
la obra. ¿Cómo, a luz de esto, puede postularse que un parlamento
moderno sea un órgano representativo? No puede serlo, porque en él se confunde el factor “poder independiente” con el factor “representación”.
Generalicemos la situación, por el momento, aunque teniendo en cuenta
que lo siguiente es perfectamente aplicable al caso español.
El poder
llamado ejecutivo, que a primera vista podría confudirse con el factor
“poder independiente”, se forma por el resultado electoral en el
parlamento, o poder legislativo. A grandes rasgos y simplificando casi
excesivamente, a nivel nacional se vota una vez: se elige al partido
político (que nombra, a discreción, sus candidatos) que va al
parlamento, y a raíz de eso se forma un gobierno del partido
mayoritario. Bueno, ¿pero no es el gobierno, una vez formado,
independiente del parlamento? No. Lo que es aún peor, el parlamento es
dependiente del gobierno. El partido que manda en el gobierno es el
partido que manda en el parlamento. Presumiblemente, el jefe del
gobierno es el mismo jefe del partido mayoritario. Hay que comprender
que en un orden constitucional cualquiera, todos los equilibrios y
separaciones de poderes que se establezcan se van al traste con los
partidos políticos, que son un elemento auténticamente distorsionador.
Por mucho debate interno que haya en un partido, es un "ente privado de base asociativa"
(privado, ¡sí!) que tiene el monopolio sobre quién ocupa un escaño o
una cartera, y por tanto esa persona tendrá que ajustarse a las
directrices del partido para seguir ahí (“el que se aparta, no sale en
la foto”). El que vota en el Congreso no es el diputado, es el partido.
Entonces, el
gobierno y la mayoría parlamentaria están irremediablemente unidos
mediante el partido político. ¿Es esto malo? El gobierno y el parlamento
conjuntamente vienen a ser de alguna forma ese “poder independiente”
tan deseado, ¿no? Pero entonces, si el parlamento es una parte
integrante del factor “poder independiente”, ¿qué órgano ostenta el
factor “representación”? ¿Qué órgano defiende los intereses de la gente frente tal poder? Ninguno. No existe tal en la democracia parlamentaria.
Por
otra parte, el problema no se puede reducir a la dependencia entre
poder legislativo y ejecutivo, pues bastaría una solución de corte
técnico-constitucional: si se hace de los partidos políticos
asociaciones libres de diputados (si el elector elige no al partido sino
al diputado, que podrá asociarse pero manteniendo su independencia de
voto), si se hacen elecciones separadas para el parlamento y el
gobierno, el problema queda resuelto. Es decir, la respuesta sería un
sistema presidencialista. Entonces, el sistema de los Estados Unidos no
padecería esta “democracia y falsa representación”. Si bien el sistema
estadounidense es menos imperfecto, algo sigue fallando. El parlamento
sigue sin ser un órgano representativo dentro del conjunto del Estado.
¿Por qué?
Por la teoría de separación de poderes. Porque el
parlamento, en cuanto poder legislativo, desempeña unas funciones que
corresponden a lo que hemos llamado “poder independiente”. El poder,
entendido a la luz de la cuarta de las anteriores premisas de sentido
común, es relativo a una situación específica. Esto es cierto del poder
político, pero no sólo de él: hay muchos otros poderes inferiores en
magnitud que son no obstante independientes, porque todos ellos son
relativos a un contexto específico y deben adecuarse a la naturaleza de
ese contexto. Por ejemplo, los padres tienen un cierto poder sobre sus
hijos que no se basa en una concesión de poderes más altos como el del
Estado, sino que es independiente. Pero es independiente porque está
destinado a la consecución de sus fines naturales: criar un niño hasta
la madurez. Los padres pueden, por tanto, coaccionar a sus hijos para
que hagan o dejen de hacer ciertas cosas, como cruzar una autopista.
Esto es una limitación de la libertad de los hijos, pero no se engloba
bajo el tipo delictivo de una detención ilegal o secuestro, porque forma
parte de la autoridad del padre. Forma parte de su autoridad porque
esta acción está ordenada a la consecución de los fines prescritos por
la naturaleza de la relación padres-hijos. Por el otro lado, si unos
padres redujeran a sus hijos a la esclavitud, estarían abusando de su
poder enfocándolo hacia algo que no es su fin natural; esto es, hacia
algo que no fuera criar a los niños, como en este caso sería explotarlos
por dinero. De este ejemplo también sacamos que el poder es, por definición, único. Está limitado por sus fines, pero constituye una unidad. Esto es aplicable tanto a poderes inferiores como superiores.
El Estado (o más propiamente la comunidad política, puesto que el Estado moderno es sólo una de sus manifestaciones históricas, y en cierto modo su deformación) no es una excepción. Su poder está limitado por la naturaleza de su fin, que es asegurar el bien común, pero es único. Delegable, pero indivisible en su fundamento. Y no por ello necesariamente tiránico. Fue un error entender la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) como la mejor garantía contra el poder despótico, pues por muchas partes que tenga no deja de ser capaz de crecer desmesuradamente como un todo. Los tres poderes podrían, a medida en que crecen a la vez, equilibrarse entre sí de tal forma que uno no creciera más que los demás, pero al no encontrar límites extrínsecos los tres en conjunto podrían fácilmente expandirse ilimitadamente hacia cada parcela de la sociedad. La tiranía no se evita dividiendo el poder, sino frenando su expansión fuera de los límites que le corresponden. Semejante tarea sólo puede desempeñarla -desde el exterior- la sociedad encarnada en una institución independiente del poder, representativa de los intereses individuales y colectivos. Dice Vázquez de Mella: “Así veríamos que los límites del Poder no se basan en la división interior del Poder mismo. Los límites son externos, como lo son todos los límites; allí donde empieza una independencia, terminarán los límites de una cosa; serán orgánicos y externos y no será la división artificial de ese Poder separado en fracciones opuestas unas a otras. ”
El Estado (o más propiamente la comunidad política, puesto que el Estado moderno es sólo una de sus manifestaciones históricas, y en cierto modo su deformación) no es una excepción. Su poder está limitado por la naturaleza de su fin, que es asegurar el bien común, pero es único. Delegable, pero indivisible en su fundamento. Y no por ello necesariamente tiránico. Fue un error entender la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) como la mejor garantía contra el poder despótico, pues por muchas partes que tenga no deja de ser capaz de crecer desmesuradamente como un todo. Los tres poderes podrían, a medida en que crecen a la vez, equilibrarse entre sí de tal forma que uno no creciera más que los demás, pero al no encontrar límites extrínsecos los tres en conjunto podrían fácilmente expandirse ilimitadamente hacia cada parcela de la sociedad. La tiranía no se evita dividiendo el poder, sino frenando su expansión fuera de los límites que le corresponden. Semejante tarea sólo puede desempeñarla -desde el exterior- la sociedad encarnada en una institución independiente del poder, representativa de los intereses individuales y colectivos. Dice Vázquez de Mella: “Así veríamos que los límites del Poder no se basan en la división interior del Poder mismo. Los límites son externos, como lo son todos los límites; allí donde empieza una independencia, terminarán los límites de una cosa; serán orgánicos y externos y no será la división artificial de ese Poder separado en fracciones opuestas unas a otras. ”
En
conclusión, un organo de representación, para ser un efectivo límite
del poder, tiene que abstenerse de desempeñar las funciones de éste.
Tiene que servir de control y freno exterior, en nombre de la sociedad
(o pueblo, nación, etc.), a un poder que está al servicio de la sociedad
pero que por su naturaleza tiene que actuar con independencia respecto
de ella. Establecido ya el papel del órgano representativo dentro del
Estado, y entendido que el parlamento de una democracia no cumple ni
remotamente con él, queda la gran pregunta:
¿Qué
es la representación? ¿Qué se representa, o a quién? ¿Una persona, unas
ideas, unos intereses? En definitiva, ¿qué fenómeno humano hace posible
(si es posible) que un grupo reducido de personas pueda ser portavoz
eficaz -frente al poder- de todas las preocupaciones que tiene una gran
colectividad?
La respuesta está en el segundo plano de existencia del parlamento: ¿por qué no puede ser representativo en relación con el votante?
A partir de ahora se abandona la necesaria y benevolente presunción que
encabeza este artículo, y su objeto pasará a ser escrutado y puesto a
prueba por la siguiente entrada de esta serie.
Primera parte continúa en:
http://apostoldelcastigo.blogspot.com.es/2013/12/mitos-de-la-modernidad-democracia-y.html
Tercera parte continúa en:
http://apostoldelcastigo.blogspot.com.es/2013/12/mitos-de-la-modernidad-el-voto-como.html
Primera parte continúa en:
http://apostoldelcastigo.blogspot.com.es/2013/12/mitos-de-la-modernidad-democracia-y.html
Tercera parte continúa en:
http://apostoldelcastigo.blogspot.com.es/2013/12/mitos-de-la-modernidad-el-voto-como.html
Extraido de:
http://firmusetrusticus.blogspot.com.es/2010/11/mitos-de-la-modernidad-democracia-y.html
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