Toda la vida me han dicho que el voto
es una obligación ciudadana a la que no puedo faltar. Profesores,
familiares, todos. Es un derecho que ha costado mucho obtener, me dicen,
y requiere solemne cumplimiento. Esta actitud viene inspirada por
sentimientos muy nobles, como la responsabilidad cívica para con la Res publica,
o argentinamente hablando no acabar hecho un anarca pasota. Hasta la
Doctrina social de la Iglesia recomienda la participación de los
católicos en la vida pública: "En efecto, todos pueden contribuir
por medio del voto a la elección de los legisladores y gobernantes y,
a través de varios modos, a la formación de las orientaciones
políticas y las opciones legislativas que, según ellos, favorecen
mayormente el bien común. (1)" Sin embargo, inspirado por esa misma nobleza de sentimientos, yo propongo una alternativa:
Votar abstención.
La abstención como elección
política activa, positiva. Formar parte del porcentaje de abstención del
censo electoral, cuanto más elevado mejor, puede ser motivo de orgullo.
Aquellos que piensan que si no votas no estás siendo útil, que dicen
que si no votas no tienes derecho a quejarte después, están muy
equivocados. Cuantos más "votos de abstención" haya, más evidente será
que eso de que las decisiones políticas son fruto de la voluntad general
mayoritaria es una ficción, pues el poder político omnímodo ha sido
elegido por tan sólo una parte de los votantes, y estos son a su vez tan
sólo una parte de todo el censo electoral.
Digo que es una ficción, y
doblemente tal, ya que no sólo es un porcentaje de un porcentaje (o sea,
una minoría) el que constituye una mayoría, sino que lo hace votando a
un partido político que habrá de tomar las decisiones (las cuales pueden
ser radicalmente diferentes a las expectativas del votante). Una
democracia que permitiera a sus ciudadanos votar directamente cada
decisión (Suiza es el país que en la actualidad más se acerca a este,
por otra parte cuestionable, ideal) eliminaría, al menos, esta segunda
vertiente de falsedad en la legitimación por voluntad mayoritaria.
Así
pues, aún si la abstención fuese nula, la voluntad de la mayoría nunca
podrá efectivamente realizarse mientras esté prohibido el mandato
imperativo (que sometería las votaciones de los parlamentarios a las instrucciones de sus electores), y mucho menos mientras subsistan las listas cerradas (que someten las votaciones de los parlamentarios a las instrucciones de su partido). Al establecerse las listas cerradas, la decisión política se traslada irremediablemente a las altas esferas
(el debate del hemiciclo se convierte en teatral, pues el voto ya está
debatido y decidido en las secretarías de los partidos). El elector,
cuando vota a un partido, no tiene ni idea de qué potenciales decisiones
futuras del partido está respaldando con su voto, y ni siquiera tiene
la certeza de que éstas se ajustarán al tinte ideológico del partido,
pues en las altas esferas los principios se comprometen por beneficios
palpables (esto lo vemos cada día, viviendo como estamos en bajo un
gobierno de mayoría no absoluta). Para su mayor confusión, hoy día
parece que los partidos ni siquiera se molestan en diferenciarse
ideológicamente. Todos hablan de "lo mejor" sin hacer, no ya promesas
explícitas, sino al menos referencias concretas para saber de qué están
hablando. Esto es algo evidente para el que vota, bien pocos hay que lo
hacen con fe ciega y convicción. Casi todos votan por tener una elección
delante, y puestos a poder hacer algo, eligen lo que creen menos malo. Y
ahí, más que un servicio, están haciendo un daño. Les cuesta ver que
conformarse con lo menos malo les priva de otra opción que, veladamente,
se les ofrece con la abstención: frente la fuerza numérica inmediata del voto, se presenta la fuerza moral de la esperanza. Esperanza en que algún día ya no haya que elegir el mal menor, sino el mayor bien.
Además, ese voto al menos malo
es perjudicial para el propio votante escéptico: se está haciendo
cómplice de un proceso del que, por poco entusiasmo que tuviera en él al
principio, formará parte y se verá obligado a defender para
justificarse a sí mismo. Criticará abiertamente al partido contrario,
cuando la crítica debería estar dirigida a todo el sistema. Se verá
forzado a suavizar el reproche cuando se trate del partido al que votó,
para no poner en tela de juicio frente a los demás el criterio que
ejerció al votar. Así, el mejor intencionado de los votantes caerá preso en el partidismo.
La abstención, así entendida, no
es indiferencia hacia lo político, sino todo lo contrario. Supone
cumplir el deber de participación pública que se perfila en la ya citada
Nota de la Congregación por la Doctrina de la Fe, de una forma
que no se puede conseguir votando a un partido. Frente a la paulatina
complicidad partidista del votante poco convencido, la abstención ofrece
liberación, pues al no conformarse con los partidos que se le presentan
en bandeja, lejos de tener que callar sus reclamaciones, es libre de
hacerlas aún si el gobierno no las satisface (pues no lo eligió), o si
la oposición no las defiende (pues no la eligió). Como ya he dicho, la
esperanza supera la utilidad inmediata. Pero, ¿es que ésta alguna vez
existió?
En realidad, un voto o una
abstención no cuenta prácticamente nada para la composición del
parlamento, pero sí para el desarrollo de la persona. Ocupa su verdadera
importancia como único acto "oficial" con el que la gente de a pie
"ratifica" sus opiniones políticas, constituyendo una especie de bandera
que, si quieren, ondearán frente a los demás, y que les servirá de
referente para su actuación diaria. Pues es de esperar que el voto se
haga en consecuencia con las opiniones de uno, pero es más frecuente
que las opiniones de uno se vayan haciendo a consecuencia del voto.
Éste es el poder esclavizante que se puede evitar mediante la
abstención. Por supuesto, la abstención no es en todos los casos la
única opción, pues puede haber alguna circunstancia extraordinaria
(ordinariamente, es decir, como medio de representación, hemos visto repetidamente
que es inadecuado) que requiera votar a un partido, como puede ser
obtener un escaño como plataforma para hacerse oír, sin aspirar a tener
suficiente poder como para entrar en el juego político (e.g. Vázquez de
Mella).
No sé si la abstención es una
decisión final que se justifica a sí misma, un acto moral
autosuficiente. Pero sí sé que es un instrumento hacia el cambio, cuando
se pone en evidencia que los engranajes electorales sobre los que se
construye un sistema ya no son aceptados por la sociedad, por una
mayoría que efectivamente está votando, no a un partido, sino la salida
de un sistema. Esto es democracia de verdad.
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Primera parte continúa en:
http://apostoldelcastigo.blogspot.com.es/2013/12/mitos-de-la-modernidad-democracia-y.html
Segunda parte continúa en:
http://apostoldelcastigo.blogspot.com.es/2013/12/mitos-de-la-modernidad-democracia-y_13.html
Extraido de:
http://firmusetrusticus.blogspot.com.es/2010/08/mitos-de-la-modernidad-el-voto-como.html
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