No queremos que Él reine sobre nosotros
Aunque se trata de una denuncia con tendencia
universal, es de justicia advertir que este pensamiento está potenciado
sobre todo en Europa occidental y América, especialmente en las
sociedades que viven el efecto atroz del materialismo y el laicismo.
11/07/14 5:05 PM
Santiago González
Sacerdote de la Archidiócesis de Sevilla
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De la parábola de las «diez minas» extraemos esa frase que intitula el artículo para señalar lo que HOY está sucediendo dentro de la misma catolicidad: «No queremos que Cristo reine sobre nosotros». Y, ¿cual es uno de los signos más evidentes de este rechazo a Dios?: pues la obstinada intención de que la Iglesia Católica modifique, o abiertamente niegue, su doctrina (que es la doctrina de Cristo) para adaptarla a la subjetividad humana. Y, complementando a lo dicho, que el ser humano renuncie a la conversión personal ya que «no le haría falta» para llegar al cielo. Así, unos y otros, unidos por la mentira, expresamos que «No queremos que Cristo reine sobre nosotros».
Aunque se trata de una denuncia con tendencia universal, es de justicia advertir que este pensamiento está potenciado sobre todo en Europa occidental y América, especialmente en las sociedades que viven el efecto atroz del materialismo y el laicismo. Es sencillo de detectar pero a la vez es muy difícil de contrarrestar. Lo vemos con un ejemplo: Ante un caso de moral matrimonial, como el de un católico casado por lo civil que, por vivir en concubinato, no puede recibir la comunión, lo que inmediatamente se EXIGE a la Iglesia es que, como reflejo de la misericordia divina, no impida la recepción de la Eucaristía a esta persona creyente.
Y como nos encontramos ante el sexto mandamiento que prohíbe la fornicación y la tipifica de pecado mortal, entonces la «solución» es que la Iglesia Católica o bien cambie su doctrina, para adaptarla a los tiempos, o escudriñe la manera de saltarse esa doctrina haciendo «encajes de bolillos morales» para que sin reformar la situación de pecado a la vez se pueda acceder a la comunión. Pero, y aquí está lo más grave: DE NINGÚN MODO se plantea, ni siquiera como posibilidad, que la persona que vive en pecado grave deje de hacerlo a través de una conversión sincera que lleve aparejada la ruptura de esa unión ilícita o, si ello no es posible por causas mayores (hijos de esa unión) al menos el propósito firme de vivir como hermano y hermana. Sin embargo de eso NO hay nada: ni entra en el debate siquiera. La idea es QUE LA IGLESIA CAMBIE, y no es QUE YO CAMBIE.
Es lo mismo que decir: «No es Cristo quien reina sobre mi, sino yo sobre Cristo que se adapta a mi voluntad desde una Iglesia que se amolda a mi pecado». Esto significa el FIN de la catequesis encaminada a la conversión personal y la definitiva conversión de la Iglesia es una ONG de matiz humanista con funcionamiento democrático: sin una verdad objetiva y a la vez con «verdades» que dependan del consenso mayoritario.
¿Exagerado el argumento?.....no lo creo, pienso que es un argumento realista sobre la base de un ejemplo de moral que podría trasladarse al resto de los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Hoy día muchos católicos llegan a creer firmemente que es la Iglesia quien ha de cambiar la doctrina, y no que sea cada uno de nosotros, los bautizados, los que hemos de cambiar nuestra conciencia y nuestro corazón. En relación a la conciencia, para dejarse formar por la Iglesia verdadera que es el «Cuerpo Místico de Cristo»; y en relación al corazón para empezar por hacer propio el mandato primero «Amarás a Dios sobre todas las cosas», lo que incluye amar a Dios por encima de la propia visión personal de la realidad que, normalmente, está viciada por los efectos del pecado original y la reiteración de los pecados personales.
Somos nosotros los que hemos de convertirnos. No pretendamos «ser como dioses» (tentación del paraíso en Génesis) y creer que desde nuestro YO podemos decidir lo bueno y lo malo. Si seguimos por este diabólico camino, dentro de poco...o quizás ya....la Iglesia habrá perdido toda tensión misionera y apostólica al apostar preferentemente por el «diálogo con las nuevas situaciones de vida (o sea de pecado) por encima de la evangelización que suscite la conversión personal para que se LUCHE contra el pecado en lugar de pretenden integrarlo como normal en la vida cristiana, y, peor aún, en la misma praxis sacramental.
P. Santiago González, sacerdote
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