La “reformita” de la ley del aborto
Lo único bueno que veo en la “reformita” es que el aborto sigue siendo una cuestión debatida. Y mejor que lo sea. Lo peor sería la indiferencia absoluta. Si se discute sobre el aborto es que algo en la conciencia de alguien no acaba de cuadrar del todo. No se hace, por ejemplo, un debate público sobre si dos y dos suman cuatro.
Estos días meditaba sobre un texto de Gaudium et spes: el hombre “nunca será totalmente indiferente ante el problema de la religión, como lo prueban no solo la experiencia de los siglos pasados, sino también los múltiples testimonios de nuestro tiempo” (GS 41).
Yo creo que tampoco el hombre, los hombres en general, será totalmente indiferente ante el aborto. Si lo fuese, las leyes permitirían abortar libremente, hasta media hora o cinco minutos antes del parto. Pero esto no es lo más habitual, ni siquiera en las legislaciones más permisivas.
¿Por qué? Por una razón muy sencilla. Todos saben, más o menos confusamente, que el aborto es un mal. Abortar es matar a un ser humano en las etapas iniciales de su vida. Abortar es poner fin a una vida humana. Eso lo sabe todo el mundo.
Pero nadie quiere quedar de malo. Todos tendemos a justificar nuestras acciones. Y por esa grieta se cuelan los distingos y las matizaciones: que si el ser humano vivo aún no es persona – y esa apreciación depende de lo que se entienda por persona; apreciación que, si se lleva al límite, nos despersonalizaría a todos mientras dormimos - ; que si los plazos, que si los supuestos… Es decir, letra pequeña, que es el tipo de letra preferido para colar como legal, y hasta moral, lo que no tendría pase si se expusiera claramente.
Dentro de esta letra pequeña, leguleya en todo el mal sentido de la palabra, está la discusión entre si el aborto es un delito (no penalizado a veces) o un derecho. Un delito que se podía perpetrar al amparo de la Seguridad Social, un delito (despenalizado), pero costeado por todos. Vamos, que es algo así como discutir si la matanza de los armenios es un genocidio o una masacre masiva. Eso no es la realidad, eso es un trasunto de lo real, que no es lo mismo.
Para el ser humano concebido y aún no nacido, que lo maten al amparo de una despenalización o de un derecho viene a ser, al fin y al cabo, lo mismo. Lo matan y punto. El nominalismo nos tienta a todos, porque nos hace aparentar quedar bien, como si no cediésemos en lo esencial teórico, cediendo en todo en la práctica.
Otro apartado de la letra pequeña es el binomio plazos/supuestos. Este binomio, si se va al fondo de las cosas, es artificial. Para algunos si el ser humano concebido y aún no nacido es “defectuoso” - ¿quién es perfecto? – es abortable. O si causa una molestia o complicación a la salud de la madre. O si la madre - del padre todos se olvidan - por estar en el paro o por las razones que sean, no va a poder mantenerlo.
Para otros, no hay que especificar razones. Basta con que se cumplan los plazos. Hasta tantos meses, barra libre. Entre tal mes y tal otro, depende…
Esos supuestos y esos plazos escapan a lo esencial. Y lo esencial es que el ser humano concebido y aún no nacido no es algo sino alguien. Y él también tiene derechos, aunque de estos derechos apenas se hable.
Pensemos si esta logica minor se extendiese a todo, y es solo una analogía: Ah, sí, puedo robar pero solo en determinados supuestos o solo en algunos meses del año. O puedo cometer homicidios, pero solo si no cometerlos me causa perjuicios y solo si no los cometo todos los días, sino en el margen que la ley me reserva.
Es una locura. La batalla del aborto se mueve en el plano de lo legal, sí, pero, ante todo, se mueve en el plano del reconocimiento de la verdad de las cosas. Es una batalla cultural. Y esta batalla, pese a lo que parezca, no se está perdiendo.
No bajemos la guardia. Hace nada la esclavitud era defendida por la sociedad bienpensante. Hoy, en público, nadie la defiende. Con el aborto pasará lo mismo. Sin duda. “Nunca será el hombre totalmente indiferente”, que decía la Gaudium et spes.
Guillermo Juan Morado.
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Por nuestro derecho - el mío y el de otros - a decidir, a reconocer, que el aborto no es una elección inevitable. Ni justa.
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