Texto escrito por Aurelio Fernández
La
dignidad de la vida da lugar a una enseñanza que en la ética goza de carácter
de principio inviolable: toda vida humana debe ser respetada.
Ello exige que se proteja y defienda también la concebida y aún no nacida. En consecuencia, la moral cristiana defiende siempre la protección del feto antes de nacer. Lo contrario, es el “aborto”.
El término aborto deriva de «ab-ortus», o sea, etimológicamente, significa «privar de nacimiento». Pero el verbo latina «aborior» significa también «matar». Par consiguiente, abortar significa matar a un ser de la especie humana. Consecuentemente, por exigencias de rigor intelectual, se ha de rechazar otra terminología falsa, cargada de eufemismo, tal como «interrupción voluntaria del embarazo», pues «interrumpir» significa que algo, después de interrumpirse, puede ser nuevamente reanudado. Lo contrario del aborto, que «suprime» una vida sin posibilidad alguna de «reanudarla».
El fenómeno del aborto es bien conocido y practicado en todas las épocas des de la antigüiedad. Pero, en nuestro tiempo tiene dos características nuevas: Primera: la cantidad enorme de abortos provocados. Segunda: que la práctica del aborto este legitimada por las instancias jurídicas de los Estados. Ambas circunstancias gravan la práctica del aborto hasta el punto de que no pocos hombres de nuestro tiempo juzgan la práctica del aborto y su legalización como uno de los errores y de los horrores mas graves de nuestro tiempo.
Esta condena no puede considerarse ni exagerada ni extemporánea, dado que desde el inicio de la ética y de la ciencia médica ha sido condenada. Por ejemplo, en el primer Código Ético de la Medicina, el Juramento Hipocrático (siglo V antes de Cristo), lo condena en los siguientes términos: «Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me lo soliciten; ni administraré abortivo a mujer alguna».
Como es lógico, a esta condena se suma la entera tradición de la Iglesia desde su inicio y también el magisterio de todos los tiempos. En efecto, los escritos de los Padres abundan en testimonios de condena. Se contiene ya en el primer documenta conocido: La Didajé sentencia: «No matarás a tu hijo en el seno de la madre»(1) 8. Y Tertuliano escribe: «Es un homicidio anticipado el impedir el nacimiento; poco importa que se suprima la vida ya nacida o que se la haga desaparecer al nacer. Es un hombre el que está en camino de serlo» (2) 9.
Con la misma contundencia, se repiten los testimonios del magisterio a lo largo de la historia. Baste con citar este de Juan Pablo II, que destaca por el tono magisterial con que se expresa:
«Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos -que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente sobre esta doctrina han concordado unánimemente-, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (EV 62).
El aborto es un hecho tan grave, que está prohibido y castigado como un delito en los diversos Códigos Civiles de los Estados. La «ley del aborto» en si misma injusta- sólo lo despenaliza en algunos supuestos igualmente injustos. Como es lógico, a partir de que todo aborto mata la vida de un ser humano, la Iglesia lo condena y lo agrava con una censura, la «excommunion latae senrenciae»; es decir, que se cae en excomunión por el hecho mismo de procurar el aborto, si se ha producido (cf CIC, 1398). El rigor de esta pena se aclara por los obispos de España con estas palabras:
“La excomunión significa que un cató1ico queda privado de recibir los sacramentos mientras no le sea levantada la pena: no se puede confesar válidamente, no puede acercarse a comulgar, no se puede casar por la Iglesia, etc. El excomulgado queda también privado de desempeñar cargos en la organización de la Iglesia”(3) 10.
La condena del aborto es ya una demanda científica, dado que los avances de la medicina muestran que, desde la concepción, el cigoto tiene su propio código genético, de forma que constituye un individuo distinto de su madre. Esto indica que el aborto elimina un ser de la especie humana. Del tema nos ocupamos más ampliamente en el Capítulo IX.
Es preciso dejar claro que el aborto no es sólo una cuestión religiosa, sino también un problema de civilización y de cultura, tal como señala Julián Marías:
“Creo que es un grave error plantear esta cuestión (el aborto) desde una perspectiva religiosa: se esta difundiendo la actitud que considera que para los cristianos (o acaso «para los católicos») el aborto es reprobable con lo cual se supone que para los que no lo son puede ser aceptable y lícito. Pero la ilicitud del aborto nada tiene que ver con la fe religiosa, ni aun con la mera creencia en Dios; se funda en meras razones antropológicas, y en esta perspectiva hay que plantear la cuestión. Los cristianos pueden tener un par de razones más para rechazar el aborto; pueden pensar que, además de un crimen, es un pecado. En el mundo en que vivimos hay que dejar esto -por importante que sea- en segundo lugar, y atenerse por lo pronto a lo que es válido para todos, sea cualquiera su religión o irreligión. Y pienso que la aceptación social del aborto es lo más grave moralmente que ha ocurrido, sin excepción, en el siglo XX”(4) 11.
La doctrina cristiana parte de este elemental supuesto: Es incuestionable que la vida humana es un don que por si misma tiene un valor inestimable. Por ello se ha de juzgar que también s estimable cuando va acompañada de ciertas limitaciones, como son, por ejemplo, la vida del enfermo, del minusválido, el anciano, o la de un adulto desesperanzado que vive en situación calamitosa... Estas y otras circunstancias -si bien en ocasiones son en si dolorosas- permiten concluir que los adjetivos «nacido-no nacido», «sano-enfermo», «normal-subnormal», «joven-anciano» no hacen mas que calificar la vida, pero en ningún caso se puede renegar de ella. Esta consideración es aún más de ponderar cuando se cree en la vida eterna. En efecto, toda existencia humana, aún la del mayor discapacitado, desde que ha tocado la existencia, está destinada a vivir eternamente feliz en una vida posmortal en la presencia y en la felicidad eterna y amorosa de Dios.
Una evidencia se manifiesta en este mandamiento: la apuesta por la vida. En efecto, la moral cristiana defiende, sin fisura ni excepción alguna, la grandeza de la vida humana. La dignidad del hombre y de la mujer se inicia desde el momento de la concepción: allí donde surge la vida humana, como fruto del amor esponsalicio, se da una íntima cooperación entre Dios y el hombre. Por ello, la vida concebida, aún antes de nacer, merece siempre y en cualquier circunstancia el mayor respeto por parte de todos y este bien debe ser reconocido y garantizado por un sistema jurídico justo.
NOTAS:
(1) Didajé, v, 2.
(2)TERTULIANO, Apologeticum IX. 8. PL I, 320.
(3)CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA. Comité Episcopal para la defensa de la vida, El aborto.100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida, 83 Madrid 1991.
(4) J.. MARÍAS. Problemas del Cristianismo. BAC. Madrid 1979,61-62. Las noticias confirman cada día con más insistencia que crece entre los juristas y políticos la idea de frenar la escalada del aborto legislado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario